Maurice
Maeterlinck es uno de los escritores olvidados que los que posamos de inactuales
amamos leer. A contramano de los actuales divulgadores de la ciencia, que
execran toda relación de las ciencias con la filosofía y la literatura (el
último que se permitió ese lujo, claro que con mucha moderación, fue Carl
Sagan)., don Maeterlinck publicó increíbles obras de divulgación sobre temas
tan áridos como las flores o las termitas llenas de poesía y misterio. Y no le
esquivaba el bulto a las cuestiones paranormales ni a los misterios de la
historia. Quise compartir una metáfora en la que el objeto de nuestra pasión,
los cometas, aparecen como un objeto de fuerte simbolismo opresivo que inesperadamente
sirve de comparación con una de sus grandes pasiones, los insectos. El texto
pertenece a uno de los ensayos contenidos en “El sendero de montaña”:
“J. H. Fabre es autor de una decena de volúmenes compactos, en los cuales,
bajo el título de Recuerdos Entomológicos, ha
consignado los resultados de cincuenta años de observaciones, estudios y
experiencias sobre los insectos que más conocidos y familiares nos parecen:
diversas especies de avispas y abejas silvestres, algunos mosquitos, moscas,
escarabajos y orugas; en una palabra, todas esas pequeñas vidas vagas,
inconscientes, rudimentarias y casi anónimas que nos rodean por todas partes y
a las cuales dirigimos una mirada distraída, que ya piensa en otra cosa, cuando
abrimos nuestra ventana para recoger las primeras horas de la primavera, o
cuando, en los jardines y en las praderas, vamos a bañarnos en los días azules
del estío. Cogemos al azar uno de esos copiosos volúmenes y, naturalmente,
esperamos encontrar en él, desde luego, las muy sabias y bastante áridas
nomenclaturas, las muy meticulosas y extrañas especificaciones de esas vastas
y polvorientas necrópolis que forman, casi exclusivamente, todos los
tratados de entomología hasta aquí recorridos. Abrimos pues la obra, sin ardor
y sin exigencia; e inmediatamente, de entre las hojas, se eleva y desarrolla,
sin vacilación, sin interrupción y casi sin flexión, hasta el fin de las cuatro
mil páginas, la mágica trágica más extraordinaria que a la imaginación humana
le sea posible, no diré crear o concebir, sino admitir y aclimatar en ella. En
efecto, no se trata aquí de imaginación humana. El insecto no pertenecía a
nuestro mundo. Los demás animales, y hasta las plantas, a pesar de su vida muda
y de los grandes secretos que mantienen, no nos parecen totalmente extraños. A
pesar de todo, sentimos en ellos cierta fraternidad terrestre. Sorprenden,
maravillan a menudo; pero no trastornan totalmente nuestro pensamiento. El
insecto ofrece algo que no parece pertenecer a las costumbres, a la moral y a
la psicología de nuestro globo. Diríase que viene de otro planeta, más
monstruoso, más enérgico, más insensato, más atroz, más infernal que el nuestro.
Parece haber nacido en algún cometa salido de su órbita y muerto loco en
el espacio. Por más que se
apodere de la vida con una autoridad y una fecundidad que nada iguala en este
mundo, no podemos acostumbrarnos a la idea de que exista un pensamiento de esa
naturaleza del cual pretendemos ser los hijos privilegiados y probablemente el
ideal a que tienden todos los esfuerzos de la tierra. El infinitamente pequeño
¿qué es, en el fondo? Un insecto que nuestros ojos no ven. Hay, sin duda, en
ese asombro y en esa incomprensión, no sé qué instintiva y profunda inquietud
que nos inspiran esas existencias incomparablemente mejor armadas, mejor
provistas de lo necesario que las nuestras, esas especies de condensaciones de
energía y de actividad en que presentimos nuestros más misteriosos adversarios”.
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