Fotografía de JAMES A. SUGAR/National Geographic Creative
La búsqueda de nuevos cometas ha sido desde siempre una de las
actividades más excitantes de la astronomía. El astrónomo amateur obsesivo que
escudriña los cielos en las heladas noches para obtener la gloria de que el
cometa que descubra lleve su nombre es una figura mítica, casi caricaturesca.
Son conocidas anécdotas como la de Charles Messier, quien no pudo observar
durante las noches de agonía de su esposa y que cuando un colega le manifestó
su congoja, en tácita alusión a la muerte de ella, le respondió que era muy
doloroso… no haber podido observar el cometa descubierto por un buscador
rival.
El principal equipamiento necesario para la búsqueda de cometas es
una enorme cantidad de paciencia, es una tarea solitaria y con escasas
perspectivas de éxito, que en Occidente se transformó en una especie de deporte
ferozmente competitivo. Pero gracias a esos voluntariosos buscadores la ciencia
cometaria realizó enormes avances. Hoy, sólo una ínfima porción de los
descubrimientos los realizan astrónomos aficionados, impedidos por la terrible
contaminación lumínica que sufrimos y en competencia desleal con grandes
telescopios en tierra y en el espacio que realizan un escaneo fotográfico
constante del cielo. Pero aún así hay modernos héroes, como el australiano
Terry Lovejoy, que realizan descubrimientos con equipamiento casero.
La astronomía es una actividad cultural, no meramente técnica. Una
de las pruebas que podemos aducir es la actitud con que se buscan los cometas
en Occidente y en Oriente. La terminología anglosajona de los buscadores de
cometas es sumamente descriptiva: la búsqueda se denomina agresivamente “caza”
(si hacemos una traducción literal de la palabra inglesa “hunting”) y cuando un
buscador encuentra un cometa “lo mete a la bolsa” (“bagged”). Pero hay otra
filosofía de la búsqueda.
Japón es el país en el que la búsqueda de cometas es una tradición
nacional, en la que los buscadores suelen ser discípulos de otros buscadores. Y
el gran precursor fue Minoru Honda. Nacido en 1913, construyó su primer
telescopio a los 14 años mientras trabajaba en la granja de sus padres. Sólo
con estudios primarios, fue contratado como ayudante de un observatorio en
Hiroshima, donde descubrió su primer cometa en 1940.
La voluntad de Honda es legendaria. Durante la
II Guerra Mundial fue enviado al frente de
batalla en Singapur. En la ciudad devastada pudo encontrar una lente de apenas 3 pulgadas con la que
montó un más que precario telescopio. Mientras los otros soldados dormían, las
horas robadas al sueño las pasaba buscando cometas. Una tarea titánica, no sólo
por lo risible del instrumental sino por la falta de cartas astronómicas. La
única manera de saber si esa mancha difusa que observaba era un cometa o una
galaxia o cúmulo estelar era controlar su movimiento entre las estrellas noche
por noche. Y su búsqueda fue parcialmente recompensada cuando pensó haber
descubierto un cometa, que resultó ser la reaparición de otro ya descubierto
años atrás.
Después de la guerra continuó su búsqueda, durante sus últimos
años lo hizo desde una cabaña en la montaña que le regaló su esposa con el
dinero que recibió de una herencia, para compensar los cielos opacos por la
contaminación lumínica urbana (o para tenerlo lejos, que no habrá sido una gran
compañía, sugerirá un mal pensado).
Su legado más importante no son los 12 cometas que descubrió sino
la gran lección que le dejó a su discípulo Kaoru Ikeya (exitoso buscador,
descubridor de uno de los cometas más brillantes de la historia): “Si vas a
buscar cometas con el objetivo de descubrir uno, sería mejor que no buscaras”.
Una definición sublime de la búsqueda de cometas: la armonía y la paz de las
interminables horas observando el cielo. Esta es la verdadera recompensa, como
lo prueban los 50 años de búsqueda infructuosa de Koichi Ike, el gran amigo y
maestro de otro buscador exitoso: Tsutomu Seki, cuyo poético diario de
observación, con tantas referencias a los cometas como a lo que observa de
camino al observatorio, se puede encontrar en la web (www.comet-web.net/~tsutomu-seki).
El consejo de Honda no es más que una aplicación práctica de la
máxima del budismo zen que dice que “contemplar la flor es identificarnos con
ella”. Tal filosofía se propone olvidar el dualismo entre el yo y el mundo
exterior, a través de la limitación de la conciencia personal para sintonizar
nuestra mente con la vida (“hishiriyo”: pensar sin pensar). La meditación a
través de la contemplación intensa de lo que hacemos cotidianamente se aplica a
la ceremonia del té, al camino del samurai y, por qué no, a la observación del
cielo. La maestría se logra con el “satori”, el estado de iluminación en el que
no sentimos más que el fluir del mundo, que se vuelve más nítido y
resplandeciente. Pero, otra máxima zen nos dice que cuanto más se esfuerza uno
en lograr el “satori”, más difícil es lograrlo, por lo que estamos aprendiendo
todo el tiempo. Fácilmente podemos comprender que es una estupenda filosofía
para forjarnos en una búsqueda paciente.
No sabemos si el maestro Honda alcanzó la iluminación, pero
seguramente en sus vagabundeos telescópicos debe de haber andado cerca. También
nosotros podemos intentarlo.
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