El cuento que reproducimos (publicado en 1839) es una muestra de cómo los
cometas han sido temidos como destructores (pueden ver también nuestro post “Temores
cometarios” o el cuento de Pardo Bazán que hace poco posteamos). En el más
allá, un espíritu recibe a otro y le narra el fin de nuestro planeta. El nuevo
cometa es recibido con escepticismo porque los astrónomos ya han determinado que
no hay nada que temer, pero… Lo verdaderamente terrorífico es la angustia de la
espera y el ciclo desesperanza-esperanza-tragedia. Disfruten, si pueden, este
relato cometario de Edgard Allan Poe, traducido por Julio Cortazar, editado por
Alianza Editorial.
La conversación de Eiros y
Charmion
Te traeré el
fuego.
(Eurípides, Andrómaca)
Eiros.—¿Por qué me llamas Eiros?
Charmion.—Así te llamarás desde ahora y
para siempre. A tu vez, debes olvidar mi nombre terreno y llamarme Charmion.
Eiros.—¡Esto no es un sueño!
Charmion.—Ya no hay sueños entre nosotros;
pero dejemos para después estos misterios. Me alegro de verte dueño de tu
razón, y tal como si estuvieras vivo. El velo de la sombra se ha apartado ya de
tus ojos. Ten ánimo y nada temas. Los días de sopor que te estaban asignados se
han cumplido, y mañana te introduciré yo mismo en las alegrías y las maravillas
de tu nueva existencia.
Eiros.—Es verdad, el sopor ha pasado. El extraño vértigo
y la terrible oscuridad me han abandonado, y ya no oigo ese sonido enloquecedor,
turbulento, horrible, semejante a «la voz de muchas aguas». Y sin embargo,
Charmion, mis sentidos están perturbados por esta penetrante percepción de lo
nuevo.
Charmion.—Eso cesará en pocos días, pero
comprendo muy bien lo que sientes. Hace ya diez años terrestres que pasé por lo
que pasas tú y, sin embargo, su recuerdo no me abandona. Empero ya has sufrido
todo el dolor que sufrirás en Aidenn[1].
Eiros.—¿En Aidenn?
Charmion.—En Aidenn.
Eiros.—¡Oh, Dios! ¡Charmion, apiádate de mí! Me
siento agobiado por la majestad de todas las cosas... de lo desconocido de
pronto revelado... del Futuro, una conjetura fundida en el augusto y cierto
Presente.
Charmion.—No te empeñes por ahora en
pensar de esa manera. Mañana hablaremos de ello. Tu mente vacila, y encontrará
alivio a su agitación en el ejercicio de los simples recuerdos. No mires
alrededor, ni hacia adelante; mira hacia atrás. Ardo de ansiedad por conocer
los detalles del prodigioso acontecer que te ha traído entre nosotros.
Cuéntame. Hablemos de cosas familiares, en el viejo lenguaje familiar del mundo
que tan espantosamente ha perecido.
Eiros.—¡Oh, sí, espantosamente! ¡Esto no es un
sueño!
Charmion.—No hay más sueños. Eiros mío,
¿fui muy llorada?
Eiros.—¿Llorada, Charmion? ¡Oh, cuan llorada! Hasta aquella
última hora cernióse sobre tu casa una nube de profunda pena y devota tristeza.
Charmion.—Y esa última hora... háblame de
ella. Recuerda que, fuera del hecho en sí de la catástrofe, nada sé. Cuando
abandoné la humanidad, entrando en la Noche a través de la Tumba, en ese
período, si recuerdo bien, la calamidad que os abrumó era por completo
insospechada. Cierto es que poco conocía yo la filosofía especulativa de
entonces.
Eiros.—Como has dicho, aquella calamidad era enteramente
insospechada, pero desgracias análogas habían dado a los astrónomos motivo de
discusión. Apenas necesito decirte, amiga mía, que ya cuando nos dejaste los
hombres coincidían en interpretar los pasajes de las muy santas escrituras que
hablan de la destrucción final de todas las cosas por el fuego, como referidos
solamente al globo terráqueo. Las especulaciones, empero, sobre la causa
inmediata del fin, no llegaban a ninguna conclusión desde la época en que la
ciencia astronómica había despojado a los cometas del terrible carácter incendiario
que antes se les atribuía. Bien establecida se hallaba la escasa densidad de
aquellos cuerpos celestes. Se los había observado pasar entre los satélites de
Júpiter, sin que produjeran ninguna alteración sensible en las masas o las
órbitas de aquellos planetas secundarios. Hacía mucho que considerábamos a esos
errabundos como creaciones vaporosas de inconcebible tenuidad, incapaces de
dañar nuestro macizo globo aun en el caso de un choque directo. No sentíamos
temor alguno de un contacto, pues los elementos de todos los cometas eran
perfectamente conocidos. Hacía muchos años que se consideraba inadmisible
buscar entre ellos al agente de la destrucción por el fuego. Pero en
aquellos días finales las conjeturas y las extravagantes fantasías abundaban
singularmente entre los hombres, y aunque el temor sólo asaltaba a unos pocos
ignorantes, el anuncio de un nuevo cometa formulado por los astrónomos
fue recibido con no sé qué agitación y desconfianza generales.
Los elementos del extraño astro fueron inmediatamente calculados, y
todos los observadores coincidieron en que su paso, en el perihelio, lo
aproximaría mucho a la tierra. Dos o tres astrónomos de renombre secundario
sostuvieron resueltamente que el choque era inevitable. Imposible expresar el
efecto de esta noticia en las gentes. Durante unos pocos días no quisieron
creer en una afirmación que su inteligencia, tanto tiempo aplicada a
consideraciones mundanas, no podía aprehender de ninguna manera. Pero la verdad
de un hecho de importancia vital se abre paso en el entendimiento del más
estólido. Los hombres comprendieron finalmente que los astrónomos no mentían, y
esperaron el cometa. Al principio su acercamiento no parecía muy rápido, y nada
de insólito había en su aspecto. Era de un rojo oscuro, con una cola apenas
perceptible. Durante siete u ocho días no advertimos ningún aumento en su
diámetro aparente, y su color cambió muy poco. Entretanto los negocios
ordinarios de la humanidad habían sido suspendidos y todos los intereses se
concentraban en las discusiones científicas referentes a la naturaleza del
cometa. Aun los más ignorantes forzaban sus indolentes inteligencias para
entenderlas. Y los sabios consagraron entonces su intelecto, su alma, no
ya a aliviar los temores o a sostener sus amadas teorías, sino a buscar la
verdad, a buscarla desesperadamente. Gemían en procura del conocimiento
perfecto. La verdad se alzó en toda la pureza de su fuerza y de su
excelsa majestad, y los sensatos se inclinaron y adoraron.
La opinión según la cual nuestro globo o sus habitantes sufrirían
daños materiales de resultas del temible contacto, perdía diariamente fuerza
entre los sabios, y a éstos les era dado ahora gobernar la razón y la fantasía
de la multitud. Se demostró que la densidad del núcleo del cometa era mucho
menor que la de nuestro gas más raro; el inofensivo pasaje de un visitante
similar entre los satélites de Júpiter era argüido como un ejemplo convincente,
capaz de calmar los temores. Los teólogos, con un celo inflamado por el miedo,
insistían en la profecía bíblica, explicándola al pueblo con una precisión y
una simplicidad que jamás se había visto antes. La destrucción final de la
tierra se operaría por intervención del fuego; así lo enseñaban con un brío que
imponía convicción por doquier; y el que los cometas no fueran de naturaleza
ígnea (como todos sabían ahora) constituía una verdad que liberaba en gran
medida de las aprensiones sobre la gran calamidad predicha. Es de hacer notar
que los prejuicios populares y los errores del vulgo concernientes a las pestes
y a las guerras —errores que antes prevalecían a cada aparición de un cometa—
eran ahora completamente desconocidos.
Como naciendo de un súbito movimiento convulsivo, la razón había
destronado de golpe a la superstición. La más débil de las inteligencias
extraía vigor del exceso de interés.
Los daños menores que pudieran resultar del contacto con el cometa
eran tema de minuciosas discusiones. Los entendidos hablaban de ligeras
perturbaciones geológicas, de probables alteraciones del clima y, por
consiguiente, de la vegetación, aludiendo también a posibles influencias
magnéticas y eléctricas. Muchos sostenían que los efectos no serían visibles ni
apreciables. Y mientras las discusiones proseguían, su objeto se aproximaba
gradualmente, aumentaba su diámetro y más brillante se volvía su color. La
humanidad palidecía al verlo acercarse. Todas las actividades humanas estaban
suspendidas.
La evolución de los sentimientos generales llegó a su culminación
cuando el cometa hubo alcanzado por fin un tamaño que sobrepasaba toda
aparición anterior. Desechando las últimas esperanzas de que los astrónomos se
hubieran equivocado, los hombres sintieron la certidumbre del mal. Todo lo
quimérico de sus terrores había desaparecido. El corazón de los más valientes de
nuestra raza latía precipitadamente en su pecho. Y sin embargo bastaron pocos
días para que aun esos sentimientos se fundieran en otros todavía más
insoportables. Ya no podíamos aplicar a aquel extraño astro ninguna idea ordinaria.
Sus atributos históricos habían desaparecido. Nos oprimía con una
emoción espantosamente nueva. No lo veíamos como un fenómeno astronómico
de los cielos, sino como un íncubo sobre nuestros corazones y una sombra sobre
nuestros cerebros. Con inconcebible rapidez había tomado la apariencia de un
gigantesco manto de llamas muy tenues extendido de un horizonte al otro.
Pasó otro día, y los hombres respiraron con mayor libertad. No cabía
duda de que nos hallábamos bajo la influencia del cometa, y sin embargo
vivíamos. Hasta sentimos una insólita agilidad corporal y mental. La
extraordinaria tenuidad del objeto de nuestro terror era ya aparente, pues
todos los cuerpos celestes se percibían a través de él. Entretanto nuestra
vegetación se había alterado sensiblemente y, como ello nos había sido
pronosticado, cobramos aún más fe en la previsión de los sabios. Un follaje
lujurioso, completamente desconocido hasta entonces, se desató en todos los
vegetales.
Pasó otro día más... y la calamidad no nos había dominado todavía. Era
evidente que el núcleo del cometa chocaría con la tierra. Un espantoso cambio
se había operado en los hombres, y la primera sensación de dolor fue la
terrible señal para las lamentaciones y el espanto. Aquella primera sensación
de dolor consistía en una rigurosa constricción del pecho y los pulmones, y una
insoportable sequedad de la piel. Imposible negar que nuestra atmósfera estaba
radicalmente afectada; su composición y las posibles modificaciones a que podía
verse sujeta constituían ahora el tema de discusión. El resultado del examen
produjo un estremecimiento eléctrico de terror en el corazón universal del
hombre.
Se sabía desde hacía mucho que el aire que nos circundaba era un
compuesto de oxígeno y nitrógeno, en proporción respectiva de veintiuno y
setenta y nueve por ciento. El oxígeno, principio de la combustión y vehículo
del calor, era absolutamente necesario para la vida animal, y constituía el
agente más poderoso y enérgico en la naturaleza. El nitrógeno, por el
contrario, era incapaz de mantener la vida animal y la combustión. Un exceso
anómalo de oxígeno produciría, según estaba probado, una exaltación de los
espíritus animales, tal como la habíamos sentido en esos días. Lo que provocaba
el espanto era la extensión de esta idea hasta su límite. ¿Cuál sería el
resultado de una extracción total del nitrógeno? Una combustión
irresistible, devoradora, todopoderosa, inmediata: el cumplimiento total, en
sus minuciosos y terribles detalles, de las llameantes y aterradoras
anunciaciones de las profecías del Santo Libro.
¿Necesito pintarte, Charmion, el desencadenado frenesí de la
humanidad? Aquella tenuidad del cometa que nos había inspirado previamente una
esperanza era ahora la fuente de la más amarga desesperación. En su impalpable,
gaseosa naturaleza percibíamos claramente la consumación del Destino. Y
entretanto pasó otro día, llevándose con él la última sombra de la Esperanza.
Jadeábamos en aquel aire rápidamente modificado. La sangre arterial batía
tumultuosamente en sus estrechos canales. Un delirio furioso se había
posesionado de todos los hombres y, con los brazos rígidamente tendidos hacia
los cielos amenazantes, temblaban y clamaban. Pero el núcleo del destructor
llegaba ya a nosotros; aun aquí, en el Aidenn, me estremezco al hablar. Déjame
ser breve... breve como la destrucción que nos asoló. Durante un momento vimos
una terrible, cárdena luz que penetraba en todas las cosas. Entonces...
¡inclinémonos Charmion, ante la sublime majestad de Dios el grande!, entonces
se alzó un clamoroso y penetrante sonido, tal como si brotara de Su boca, y
toda la masa de éter, dentro de la cual existíamos, reventó instantáneamente en
algo como una intensa llama roja, cuya insuperable brillantez y abrasante calor
no tienen nombre, ni siquiera entre los ángeles del alto cielo del conocimiento
puro. Así acabó todo.
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