Febrero ha sido una verdadera desgracia cometaria. Nubes
todos los días nos han impedido cualquier observación, incluidos los meteoros
de los 3 radiantes ubicados en la constelación de centauro que tan interesados
estamos en observar. El sábado teníamos la ilusión de observar algún cometa
desde nuestro observatorio, pero las nubes pronto nos dejaron con las ganas.
Quisiera compartir un breve relato de una autora a la que
casi no he leído, Emilia Pardo Bazán. Me pareció interesante como el relato
identifica el posible fin de la especie humana con la cola venenosa de un
cometa, muy a la moda con los temores que generó el cometa Halley. Incluso
nombra al famoso gas cianógeno, que los astrónomos de la época, encabezados por
Camile Flammarion, consideraban asfixiaría a los seres vivos de nuestros
planeta. Luego se determinó que la concentración de este gas venenoso era tan
tenue que no había nada que temer. Pero ya sabemos cómo son las noticias, la
desmentida de una noticia sensacional nunca se difunde tanto como la noticia en
sí. Eso generó el pánico del Halley. Igualmente el paso del primer cometa cuya órbita
se pudo determinar marcó una época para los que la vivieron, como muestra la tarjeta
postal que encabeza el post (extraída de http://wordcraft.net/comets2.html).
El texto que sigue puede leerse en http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/pardo/cometari.htm
Y escucharse en:
COMETARIA
Por Emilia Pardo Bazán.
Lo decían los astrónomos
desde todos los observatorios, academias y revistas: en aquella fecha, cuando
el cometa nos envolviese en su inmensa cauda luminosa, se acabaría el mundo...;
es decir, nuestro planeta, la
Tierra. O , para mayor exactitud, lo que se acabaría sería la Humanidad. Todavía
rectifico: se acabaría la vida; porque las ponzoñosas emanaciones del
cianógeno, cuyo espectro habían revelado los telescopios en la cauda, no
dejarían a un ser viviente en la superficie del globo terráqueo. Y la vida, extinguida
así, no tenía la menor probabilidad de renacer; las misteriosas condiciones
climatológicas en que hizo su aparición no se reproducirían: el fervor ardiente
del período carbonífero ha sido sustituido dondequiera por la templanza
infecunda... Desde el primer momento, lo creí firmemente. La vida cesaba. No la
mía: la de todos. Cerrando los ojos, a obscuras en mi habitación silenciosa, yo
trataba de representarme el momento terrible. A un mismo tiempo, sin poder
valernos los unos a los otros, caeríamos como enjambres de moscas; no se oiría
ni la queja. Ante la catástrofe, se establecería la absoluta igualdad,
vanamente soñada desde el origen de la especie. El rey, el millonario, el
mendigo, a una misma hora exhalarían el suspiro postrero, entre idénticas
ansias. Y cuando los cuerpos inertes de todo el género humano alfombrasen el
suelo y el cometa empezase a alejarse, con su velocidad vertiginosa, ¿qué
sucedería? ¿Qué aspecto presentaría la parte, antes habitada, del globo?
Mi fantasía se desataba.
Se ofrecían a mi vista las espléndidas ciudades, convertidas repentinamente en
vastos cementerios. Me paseaba por ellas, y el horror relampagueaba al través
de mis vértebras y sacudía mis nervios con estremecimientos sombríos. Porque yo
-era lo más espantoso-, yo no había sufrido la suerte común. Ignoro por qué
milagro, por qué extraño privilegio, me encontraba vivo... entre la infinita
desolación de los cadáveres de la especie. Al alcance de mi mano, como irónica
tentación, estaban las riquezas abandonadas, las maravillas de arte que acaso
codicié: ningún ojo sino el mío para contemplar los cuadros de Velásquez, las
estatuas de Fidias, las cinceladuras de Cellini; y allá en las secretas cajas
de los abandonados bancos, ninguna mano sino la mía para hundirse en los
montones de billetes y centenes de oro... que ya nada valían, porque nadie me
los exigiría a cambio de cosa alguna.
A mi alrededor, la
muerte: capas de difuntos, tendidos aquí y allí, en las diversas actitudes de
su breve agonía... Ni una voz, ni el eco de un paso. Hablé en alto, por si me
respondían; grité: me contestó el eco de mi propio gritar. El sol brillaba
sobre los cuerpos sin vida, sobre la urbe trágicamente muda. Y empecé a correr
enloquecido, buscando un ser que respondiese a mi llamamiento. Erizado el
cabello, tembloroso el tronco, extraviado el mirar, registré calles y plazas,
templos y cafés, casas humildes cuya puerta forcé, y palacios cerrados por
cuyas ventanas salté furioso. ¡Soledad, silencio!
Y, al acercarse la
noche, bajo un cobertizo humilde, en un barrio de miserables, descubrí al fin
otro ser salvado de la hecatombe: una mozuela, balbuciente de terror, que casi
no podía articular palabra... No la miré, no quise ni saber cómo tenía el
rostro. Le eché los brazos al cuello y nos besamos, deshechos en convulsivas
lágrimas...
Y al estrecharla así, al
comprender que en ella estaban mi porvenir y el porvenir de la Humanidad futura, que
éramos la pareja, los únicos supervivientes, el Adán y la Eva , no en el Paraíso, sino en
páramo del dolor, no supe bien lo que sentía. Tal vez hubiese valido más que ni
la niña hija del populacho, ni yo, el refinado intelectual, nos hubiésemos
encontrado para perpetuar el sufrimiento. Tal vez era la fatalidad lo que
salvaba nuestras existencias, en la hora espantosa de la asfixia universal...
Y, mientras la pobre chiquilla anhelaba, palpitante de miedo y de gozo, entre
mis brazos, experimenté impulsos de ahogarla, de suprimir con ella a todos los
venideros. La piedad, de pronto, me invadió, y por la piedad fue conservado el
pícaro mundo.
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