sábado, 21 de diciembre de 2019

UN AFICIONADO COMETARIO EN “EL MARTILLO DE DIOS” DE ARTHUR C. CLARKE


A los que nos gusta la astronomía no podemos dejar de comprar y leer las novelas del famoso Arthur C. Clarke, un verdadero genio innovador y un visionario (por ejemplo la órbita geosincrónica de los satélites y sus utilidades futuras). Eso sí, los que tenemos ciertas inclinaciones literarias no podemos dejar de notar que las tramas giran en torno a las cuestiones tecnológicas pero son demasiado superficiales…. Y cuando se pretende ser profundo cae en el misticismo ingenuo que suele ser objeto de burla en sus propias novelas (véase sino “2001” o “El fin de la infancia”).
En “El martillo de Dios” se narra una misión a un asteroide en colisión mortal con la Tierra. Y el asteroide lo descubre, en el futuro, un astrónomo aficionado que desde Marte busca cometas. Aquí va gran parte del capítulo 14, “El aficionado”. Los que hacemos astronomía amateur, y no mera astrofotografía para las redes sociales, reconocerán que Clarke conocía la rutina y la jerga:
“Hacia fines del siglo XXI había muy pocas ciencias en las que un aficionado pudiera albergar la esperanza de hacer importantes descubrimientos, pero la astronomía, como había ocurrido siempre, seguía siendo una de ellas.
Cierto: ningún aficionado, no importaba cuán opulento fuera, podía tener la esperanza de rivalizar con el equipo de empleo habitual por parte de los grandes observatorios de la Tierra, de la Luna y de los que estaban en órbita. Pero los profesionales se especializaban en estrechos campos de estudio, y el Universo es tan enorme que nunca podían mirar más que una diminuta fracción de él por vez. Todavía quedaba mucho para que lo explorasen fanáticos llenos de energía e información. No era preciso poseer un telescopio muy grande para encontrar algo que nadie más hubiera visto, si se sabía cómo emprender la búsqueda.
Las obligaciones del doctor Angus Millar, en su calidad de jefe del Registro Civil del Centro Médico de Puerto Lowell, no eran exigentes precisamente. A diferencia de los colonos terrestres, los pobladores de Marte no tenían enfermedades nuevas y exóticas contra las que enfrentarse, y la mayor parte del trabajo de un médico consistía en habérselas con accidentes. Cierto era que algunos peculiares defectos óseos habían surgido en las segunda y tercera generaciones, debido, sin duda alguna, a la escasa gravedad, pero la cumbre médica confiaba en que podría lidiar con ellos antes de que se convirtieran en algo grave.
Merced al vasto tiempo libre que tenía, el doctor Millar era uno de los pocos astrónomos aficionados de Marte. En el curso de los anos había construido una serie de reflectores, bruñendo, puliendo y azogando los espejos mediante técnicas que miles de devotos elaboradores de telescopios habían perfeccionado en un lapso de siglos.
Al principio había pasado mucho tiempo observando el planeta Tierra, a pesar de los divertidos comentarios de sus amigos:
—¿Por qué molestarse? —habían preguntado—. Realmente está bastante bien explorada. Hasta se presume que alberga formas inteligentes de vida.
Pero quedaron en silencio cuando Millar les mostró el hermoso cuarto creciente azul que colgaba en el espacio, junto con la más pequeña, pero en idéntica fase, Luna, que flotaba al lado. Toda la historia, con la salvedad de los más recientes instantes, se encontraba ahí, en el campo visual del telescopio. No importaba cuán lejos se adentrara en el universo, la especie humana nunca podría cortar del todo los lazos con el planeta natal.
Sin embargo, los que criticaban sí tenían un argumento a favor: la Tierra no era tema muy gratificante de observación. Mucho de ella generalmente estaba cubierto por nubes y, cuando se encontraba en su punto de mayor proximidad, hacia Marte únicamente miraba la faz que se hallaba en la oscuridad de la noche, por lo que todos los detalles naturales eran invisibles. Un siglo antes, el "lado oscuro" de la Tierra había sido cualquier cosa menos eso, pues megavatios de electricidad se derrochaban perdiéndolos hacia el cielo. Aunque una sociedad más consciente de la necesidad de ahorrar energía había puesto coto a los peores abusos, la mayor parte de las ciudades de cualquier tamaño todavía se podían advertir fácilmente como refulgentes islas de luz.
El doctor Millar deseaba haber podido estar por ahí en la fecha terrestre del 10 de noviembre de 2084, para observar ese poco frecuente y hermoso fenómeno, el del tránsito de la Tierra de un extremo al otro de la faz del Sol: el planeta había parecido una mancha solar pequeña y perfectamente circular mientras se desplazaba con lentitud a través del disco del Sol pero, en el punto medio de su paso, una brillante estrella había resplandecido en su centro: baterías de láseres ubicados en la cara oscura de la Tierra estaban saludando, en el cielo de medianoche, al Planeta Rojo que ahora constituía el segundo hogar de la humanidad. Todo Marte había estado observando, y al acontecimiento todavía se lo rememoraba en tono de temor reverencial.
Había otra fecha en lo pasado, empero, por la que el doctor Millar sentía particular afinidad, debido a una coincidencia perfectamente trivial que no tenía interés más que para el propio Millar: a uno de los cráteres más grandes de Marte se lo había bautizado con el nombre de otro astrónomo aficionado, del que daba la casualidad que compartía con Millar la fecha de nacimiento... sólo que dos siglos antes.
No bien buenas fotografías del planeta empezaron a llegar desde las primeras sondas espaciales, encontrar nombre para todos los miles de formaciones nuevas se transformó en un problema serio. Algunas elecciones fueron obvias: astrónomos, científicos y exploradores famosos, como Copérnico, Kepler, Colón, Newton, Darwin, Einstein. A continuación vinieron los autores relacionados con el planeta: Wells, Burroughs, Weinbaum, Heinlein, Bradbury. Y, después, una miscelánea lista de obscuros sitios y personas de la Tierra, algunos de los cuales no tenían más que sumamente tenues conexiones con Marte.
Los nuevos habitantes del planeta no siempre estaban felices con los nombres de localidades que les habían legado, y tenían que utilizar en su vida cotidiana: ¿quién, o qué, de la Tierra, y ni qué hablar de Marte, eran Dank, Dia-Cau, Eil, Gagra, Kagul, Surt, Tiwi, Waspam, Yat?
Los revisionistas siempre estaban creando agitación para conseguir nombres más adecuados y de sonido más agradable, y la mayoría de la gente estaba de acuerdo con ellos. Así que se estableció una comisión permanente para lidiar con el problema, aun cuando ese apenas era el más peliagudo de los que afectaban la supervivencia humana en Marte. Como todo el mundo sabía que él tenía tiempo libre de sobra y que estaba interesado en la astronomía, resultó inevitable que al doctor Millar se lo votara para que formara parte de la comisión.
—¿Por qué —se le preguntó un día— uno de los cráteres más grandes de Marte se debe llamar Molesworth? ¡Tiene un diámetro de ciento setenta y cinco kilómetros! ¿Quién demonios fue Molesworth?
Después de investigar un poco, y de enviar varios costosos faxes espaciales a la Tierra, Millar estuvo en condiciones de responder esta pregunta: Percy B. Molesworth fue un ingeniero en ferrocarriles y astrónomo aficionado británico que, a comienzos del siglo XX, trazó y publicó muchos dibujos de Marte. La mayor parte de las observaciones las hizo desde la isla ecuatorial de Ceilán, en la que murió en 1908, a la temprana edad de cuarenta y un años.
El doctor Millar estaba impresionado: Molesworth debió de haber amado Marte, y merecía su cráter. La trivial coincidencia de que hubieran nacido el mismo día, según el calendario terrestre, también le daba a Millar una sensación ilógica de parentesco y, en ocasiones, miraba hacia la Tierra a través de su propio telescopio, para encontrar la isla en la que Molesworth había transcurrido mucho de su corta vida. Como el Océano Índico generalmente estaba cubierto por nubes, Millar la halló nada más que una vez, pero esa fue una experiencia inolvidable. Se preguntó qué habría pensado el joven británico de haber sabido que algún día ojos humanos iban a contemplar su hogar desde Marte.
El médico ganó su batalla para salvar a Molesworth —a decir verdad, cuando presentó su alegato no hubo decidida oposición—, pero eso modificó su propia actitud hacia lo que no había sido más que un pasatiempo absorbente: quizá también él podría hacer un descubrimiento que llevara su nombre a través de los siglos.
Iba a alcanzar el éxito en grado mucho mayor que el que se hubiera atrevido a soñar.

Aunque en aquel entonces era un niño, el doctor Millar nunca olvidó el espectacular regreso del cometa Halley, en 2061. No hay duda de que eso tuvo algo que ver con el siguiente paso que dio: a muchos cometas, entre ellos algunos de los más famosos, los habían descubierto aficionados que, de esa manera, se habían asegurado la inmortalidad al imprimir su nombre en los cielos. Allá en la Tierra, pocos siglos atrás, la receta para triunfar había sido sencilla: un telescopio bueno (pero no especialmente grande), cielo límpido, el conocimiento profundo del cielo nocturno, paciencia... y una buena dosis de suerte.
El doctor Millar empezó con varias ventajas importantes sobre sus precursores terrestres: siempre contó con cielos límpidos y, a pesar de los sinceros esfuerzos de los que intentaban transformar Marte en otra Tierra, esos cielos habrían de mantenerse así durante las siguientes generaciones. Debido a su mayor distancia del Sol, Marte también era una plataforma de observación ligeramente mejor que la Tierra. Pero, y esto era lo más importante de todo, la búsqueda se podía automatizar en gran medida: ya no era necesario recordar de memoria los campos estelares, como habían hecho algunos de los veteranos, por lo que se podía reconocer un intruso en forma instantánea. Hacía mucho ya que la fotografía había vuelto anticuado ese método: sólo era necesario hacer dos tomas con algunas horas de diferencia entre una y otra y, después, compararlas, para ver si algo había cambiado de posición. Si bien eso se podía hacer en los ratos de ocio, sentado cómodamente dentro de una habitación y no tiritando en la fría noche, seguía siendo tedioso en extremo. El joven Clyde Tombaugh, allá por la década de 1930, literalmente había revisado millones de imágenes de estrellas antes de descubrir a Plutón.
El método fotográfico había durado más de un siglo, antes de que se lo reemplazara por la electrónica: una sensible cámara de televisión podía recorrer el cielo y guardar la imagen estelar resultante, para después regresar y volver a mirar más tarde. En cuestión de segundos, un programa de computadora podía hacer lo que a Clyde Tombaugh le había tomado meses: pasar por alto todos los objetos estacionarios y "clavarle banderillas" a cualquier cosa que se hubiera desplazado.
En realidad, no era tan sencillo. Un programa ingenuo volvería a descubrir centenares de asteroides y satélites conocidos, por no mencionar los millares de pedazos de basura espacial fabricada por el hombre. A todos esos objetos se los debía comparar con catálogos, pero también eso se podía realizar en forma automática. Cualquier cosa que sobreviviera ese proceso de filtrado probablemente iba a ser... interesante.
El equipo físico para investigación automática y sus programas no eran especialmente costosos pero, al igual que con muchos artículos no esenciales de alta tecnología, no se los podía conseguir en Marte. Así que el doctor Millar tuvo que esperar varios meses antes de que una de las empresas terrestres proveedoras de material científico se los pudiera despachar... nada más que para descubrir, como suele ocurrir con tanta frecuencia, que no había venido un componente esencial. Después de un áspero intercambio de faxes espaciales, el problema quedó resuelto. Por fortuna, el médico no tuvo que esperar a que arribara la próxima nave correo: cuando el proveedor desembuchó de mala gana los detalles del circuito, los expertos locales lograron conseguir que el sistema entrase en operación.
Funcionaba a la perfección. La mismísima noche siguiente, el doctor Millar quedó encantado al descubrir Deimos, quince satélites de comunicaciones, dos naves de trasbordo en tránsito, y el vuelo que llegaba desde la Luna. Por supuesto, sólo había explorado una pequeña parte del cielo (aun en torno de Marte, el espacio se estaba poblando en demasía. Con razón le habían ofrecido un precio bastante bueno por el equipo: le sería virtualmente inútil debajo de las nubes de desechos espaciales que ahora giraban en órbita alrededor de la Tierra.
En el curso del año siguiente, el médico descubrió dos asteroides nuevos, de menos de cien metros de ancho, e intentó bautizarlos Miranda y Lorna, en honor de su esposa y hija. La Unión Astronómica Interplanetaria aceptó el último, pero señaló que Miranda era un famoso satélite de Urano. El doctor Millar, claro está, sabía eso tan bien como la UAI, pero creyó que valía la pena intentarlo en aras de la armonía doméstica. Finalmente accedieron a que fuese Mira: no era factible que alguien confundiera un asteroide de un centenar de metros con una estrella roja gigante.
A pesar de varias falsas alarmas, Millar no encontró algo nuevo durante otro año y ya estaba a punto de rendirse, cuando el programa informó sobre una anomalía: había observado un objeto que parecía estar desplazándose, pero con tanta lentitud que no podía tener certeza, dentro de los límites de error. Sugirió hacer otra observación después de un lapso más prolongado, para resolver la cuestión en un sentido o en otro.
El doctor Millar miró el diminuto punto de luz. Pudo haber sido una estrella tenue, pero los catálogos mostraban que nada había en ese lugar. Para decepción suya, no había vestigios de la aureola borrosa que habría indicado que se trataba de un cometa. "Nada más que otro remaldito asteroide", pensó. "Casi ni vale la pena molestarse en perseguirlo." Sin embargo, Miranda pronto habría de darle una nueva hija: sería lindo tener un regalo para el día de su nacimiento...

Era un asteroide, situado justamente más allá de la órbita de Júpiter. El doctor Millar dispuso la computadora para que calculara la órbita aproximada del cuerpo, y quedó sorprendido al descubrir que Myrna, como había decidido llamarlo, se acercaba bastante a la Tierra. Eso hacía que fuera algo más interesante.
Millar nunca pudo conseguir que le reconocieran el nombre. Antes que la UAI  pudiese aprobarlo, observaciones adicionales le calcularon una órbita mucho más precisa.
Y, entonces, solamente fue posible un nombre: Kali, la Diosa de la Destrucción.


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