A
los que nos gusta la astronomía no podemos dejar de comprar y leer las novelas
del famoso Arthur C. Clarke, un verdadero genio innovador y un visionario (por
ejemplo la órbita geosincrónica de los satélites y sus utilidades futuras). Eso
sí, los que tenemos ciertas inclinaciones literarias no podemos dejar de notar
que las tramas giran en torno a las cuestiones tecnológicas pero son demasiado
superficiales…. Y cuando se pretende ser profundo cae en el misticismo ingenuo
que suele ser objeto de burla en sus propias novelas (véase sino “2001” o “El
fin de la infancia”).
En
“El martillo de Dios” se narra una misión a un asteroide en colisión mortal con
la Tierra. Y el asteroide lo descubre, en el futuro, un astrónomo aficionado
que desde Marte busca cometas. Aquí va gran parte del capítulo 14, “El
aficionado”. Los que hacemos astronomía amateur, y no mera astrofotografía para
las redes sociales, reconocerán que Clarke conocía la rutina y la jerga:
“Hacia fines del siglo XXI
había muy pocas ciencias en las que un aficionado pudiera albergar la esperanza
de hacer importantes descubrimientos, pero la astronomía, como había ocurrido
siempre, seguía siendo una de ellas.
Cierto: ningún aficionado, no
importaba cuán opulento fuera, podía tener la esperanza de rivalizar con el
equipo de empleo habitual por parte de los grandes observatorios de la Tierra,
de la Luna y de los que estaban en órbita. Pero los profesionales se
especializaban en estrechos campos de estudio, y el Universo es tan enorme que
nunca podían mirar más que una diminuta fracción de él por vez. Todavía quedaba
mucho para que lo explorasen fanáticos llenos de energía e información. No era
preciso poseer un telescopio muy grande para encontrar algo que nadie más
hubiera visto, si se sabía cómo emprender la búsqueda.
Las obligaciones del doctor
Angus Millar, en su calidad de jefe del Registro Civil del Centro Médico de
Puerto Lowell, no eran exigentes precisamente. A diferencia de los colonos
terrestres, los pobladores de Marte no tenían enfermedades nuevas y exóticas
contra las que enfrentarse, y la mayor parte del trabajo de un médico consistía
en habérselas con accidentes. Cierto era que algunos peculiares defectos óseos
habían surgido en las segunda y tercera generaciones, debido, sin duda alguna,
a la escasa gravedad, pero la cumbre médica confiaba en que podría lidiar con
ellos antes de que se convirtieran en algo grave.
Merced al vasto tiempo libre
que tenía, el doctor Millar era uno de los pocos astrónomos aficionados de
Marte. En el curso de los anos había construido una serie de reflectores,
bruñendo, puliendo y azogando los espejos mediante técnicas que miles de
devotos elaboradores de telescopios habían perfeccionado en un lapso de siglos.
Al principio había pasado mucho
tiempo observando el planeta Tierra, a pesar de los divertidos comentarios de
sus amigos:
—¿Por qué molestarse? —habían
preguntado—. Realmente está bastante bien explorada. Hasta se presume que
alberga formas inteligentes de vida.
Pero quedaron en silencio
cuando Millar les mostró el hermoso cuarto creciente azul que colgaba en el
espacio, junto con la más pequeña, pero en idéntica fase, Luna, que flotaba al
lado. Toda la historia, con la salvedad de los más recientes instantes, se
encontraba ahí, en el campo visual del telescopio. No importaba cuán lejos se
adentrara en el universo, la especie humana nunca podría cortar del todo los
lazos con el planeta natal.
Sin embargo, los que
criticaban sí tenían un argumento a favor: la Tierra no era tema muy gratificante
de observación. Mucho de ella generalmente estaba cubierto por nubes y, cuando
se encontraba en su punto de mayor proximidad, hacia Marte únicamente miraba la
faz que se hallaba en la oscuridad de la noche, por lo que todos los detalles
naturales eran invisibles. Un siglo antes, el "lado oscuro" de la
Tierra había sido cualquier cosa menos eso, pues megavatios de electricidad se
derrochaban perdiéndolos hacia el cielo. Aunque una sociedad más consciente de
la necesidad de ahorrar energía había puesto coto a los peores abusos, la mayor
parte de las ciudades de cualquier tamaño todavía se podían advertir fácilmente
como refulgentes islas de luz.
El doctor Millar deseaba haber
podido estar por ahí en la fecha terrestre del 10 de noviembre de 2084, para
observar ese poco frecuente y hermoso fenómeno, el del tránsito de la Tierra de
un extremo al otro de la faz del Sol: el planeta había parecido una mancha
solar pequeña y perfectamente circular mientras se desplazaba con lentitud a
través del disco del Sol pero, en el punto medio de su paso, una brillante
estrella había resplandecido en su centro: baterías de láseres ubicados en la
cara oscura de la Tierra estaban saludando, en el cielo de medianoche, al
Planeta Rojo que ahora constituía el segundo hogar de la humanidad. Todo Marte
había estado observando, y al acontecimiento todavía se lo rememoraba en tono
de temor reverencial.
Había otra fecha en lo pasado,
empero, por la que el doctor Millar sentía particular afinidad, debido a una
coincidencia perfectamente trivial que no tenía interés más que para el propio
Millar: a uno de los cráteres más grandes de Marte se lo había bautizado con el
nombre de otro astrónomo aficionado, del que daba la casualidad que compartía
con Millar la fecha de nacimiento... sólo que dos siglos antes.
No bien buenas fotografías del
planeta empezaron a llegar desde las primeras sondas espaciales, encontrar
nombre para todos los miles de formaciones nuevas se transformó en un problema
serio. Algunas elecciones fueron obvias: astrónomos, científicos y exploradores
famosos, como Copérnico, Kepler, Colón, Newton, Darwin, Einstein. A
continuación vinieron los autores relacionados con el planeta: Wells,
Burroughs, Weinbaum, Heinlein, Bradbury. Y, después, una miscelánea lista de
obscuros sitios y personas de la Tierra, algunos de los cuales no tenían más
que sumamente tenues conexiones con Marte.
Los nuevos habitantes del
planeta no siempre estaban felices con los nombres de localidades que les
habían legado, y tenían que utilizar en su vida cotidiana: ¿quién, o qué, de la
Tierra, y ni qué hablar de Marte, eran Dank, Dia-Cau, Eil, Gagra, Kagul, Surt,
Tiwi, Waspam, Yat?
Los revisionistas siempre
estaban creando agitación para conseguir nombres más adecuados y de sonido más
agradable, y la mayoría de la gente estaba de acuerdo con ellos. Así que se
estableció una comisión permanente para lidiar con el problema, aun cuando ese
apenas era el más peliagudo de los que afectaban la supervivencia humana en
Marte. Como todo el mundo sabía que él tenía tiempo libre de sobra y que estaba
interesado en la astronomía, resultó inevitable que al doctor Millar se lo
votara para que formara parte de la comisión.
—¿Por qué —se le preguntó un
día— uno de los cráteres más grandes de Marte se debe llamar Molesworth? ¡Tiene
un diámetro de ciento setenta y cinco kilómetros! ¿Quién demonios fue
Molesworth?
Después de investigar un poco,
y de enviar varios costosos faxes espaciales a la Tierra, Millar estuvo en
condiciones de responder esta pregunta: Percy B. Molesworth fue un ingeniero en
ferrocarriles y astrónomo aficionado británico que, a comienzos del siglo XX,
trazó y publicó muchos dibujos de Marte. La mayor parte de las observaciones
las hizo desde la isla ecuatorial de Ceilán, en la que murió en 1908, a la
temprana edad de cuarenta y un años.
El doctor Millar estaba
impresionado: Molesworth debió de haber amado Marte, y merecía su cráter. La
trivial coincidencia de que hubieran nacido el mismo día, según el calendario
terrestre, también le daba a Millar una sensación ilógica de parentesco y, en
ocasiones, miraba hacia la Tierra a través de su propio telescopio, para
encontrar la isla en la que Molesworth había transcurrido mucho de su corta
vida. Como el Océano Índico generalmente estaba cubierto por nubes, Millar la
halló nada más que una vez, pero esa fue una experiencia inolvidable. Se
preguntó qué habría pensado el joven británico de haber sabido que algún día
ojos humanos iban a contemplar su hogar desde Marte.
El médico ganó su batalla para
salvar a Molesworth —a decir verdad, cuando presentó su alegato no hubo
decidida oposición—, pero eso modificó su propia actitud hacia lo que no había
sido más que un pasatiempo absorbente: quizá también él podría hacer un
descubrimiento que llevara su nombre a través de los siglos.
Iba a alcanzar el éxito en
grado mucho mayor que el que se hubiera atrevido a soñar.
Aunque en aquel entonces era
un niño, el doctor Millar nunca olvidó el espectacular regreso del cometa
Halley, en 2061. No hay duda de que eso tuvo algo que ver con el siguiente paso
que dio: a muchos cometas, entre ellos algunos de los más famosos, los habían
descubierto aficionados que, de esa manera, se habían asegurado la inmortalidad
al imprimir su nombre en los cielos. Allá en la Tierra, pocos siglos atrás, la
receta para triunfar había sido sencilla: un telescopio bueno (pero no
especialmente grande), cielo límpido, el conocimiento profundo del cielo
nocturno, paciencia... y una buena dosis de suerte.
El doctor Millar empezó con
varias ventajas importantes sobre sus precursores terrestres: siempre contó con
cielos límpidos y, a pesar de los sinceros esfuerzos de los que intentaban
transformar Marte en otra Tierra, esos cielos habrían de mantenerse así durante
las siguientes generaciones. Debido a su mayor distancia del Sol, Marte también
era una plataforma de observación ligeramente mejor que la Tierra. Pero, y esto
era lo más importante de todo, la búsqueda se podía automatizar en gran medida:
ya no era necesario recordar de memoria los campos estelares, como habían hecho
algunos de los veteranos, por lo que se podía reconocer un intruso en forma
instantánea. Hacía mucho ya que la fotografía había vuelto anticuado ese
método: sólo era necesario hacer dos tomas con algunas horas de diferencia
entre una y otra y, después, compararlas, para ver si algo había cambiado de
posición. Si bien eso se podía hacer en los ratos de ocio, sentado cómodamente
dentro de una habitación y no tiritando en la fría noche, seguía siendo tedioso
en extremo. El joven Clyde Tombaugh, allá por la década de 1930, literalmente
había revisado millones de imágenes de estrellas antes de descubrir a Plutón.
El método fotográfico había
durado más de un siglo, antes de que se lo reemplazara por la electrónica: una
sensible cámara de televisión podía recorrer el cielo y guardar la imagen
estelar resultante, para después regresar y volver a mirar más tarde. En
cuestión de segundos, un programa de computadora podía hacer lo que a Clyde Tombaugh
le había tomado meses: pasar por alto todos los objetos estacionarios y
"clavarle banderillas" a cualquier cosa que se hubiera desplazado.
En realidad, no era tan
sencillo. Un programa ingenuo volvería a descubrir centenares de asteroides y
satélites conocidos, por no mencionar los millares de pedazos de basura
espacial fabricada por el hombre. A todos esos objetos se los debía comparar
con catálogos, pero también eso se podía realizar en forma automática.
Cualquier cosa que sobreviviera ese proceso de filtrado probablemente iba a
ser... interesante.
El equipo físico para
investigación automática y sus programas no eran especialmente costosos pero,
al igual que con muchos artículos no esenciales de alta tecnología, no se los
podía conseguir en Marte. Así que el doctor Millar tuvo que esperar varios
meses antes de que una de las empresas terrestres proveedoras de material
científico se los pudiera despachar... nada más que para descubrir, como suele
ocurrir con tanta frecuencia, que no había venido un componente esencial.
Después de un áspero intercambio de faxes espaciales, el problema quedó
resuelto. Por fortuna, el médico no tuvo que esperar a que arribara la próxima
nave correo: cuando el proveedor desembuchó de mala gana los detalles del
circuito, los expertos locales lograron conseguir que el sistema entrase en
operación.
Funcionaba a la perfección. La
mismísima noche siguiente, el doctor Millar quedó encantado al descubrir
Deimos, quince satélites de comunicaciones, dos naves de trasbordo en tránsito,
y el vuelo que llegaba desde la Luna. Por supuesto, sólo había explorado una
pequeña parte del cielo (aun en torno de Marte, el espacio se estaba poblando
en demasía. Con razón le habían ofrecido un precio bastante bueno por el
equipo: le sería virtualmente inútil debajo de las nubes de desechos espaciales
que ahora giraban en órbita alrededor de la Tierra.
En el curso del año siguiente,
el médico descubrió dos asteroides nuevos, de menos de cien metros de ancho, e
intentó bautizarlos Miranda y Lorna, en honor de su esposa y hija. La Unión
Astronómica Interplanetaria aceptó el último, pero señaló que Miranda era un
famoso satélite de Urano. El doctor Millar, claro está, sabía eso tan bien como
la UAI, pero creyó que valía la pena intentarlo en aras de la armonía
doméstica. Finalmente accedieron a que fuese Mira: no era factible que alguien
confundiera un asteroide de un centenar de metros con una estrella roja
gigante.
A pesar de varias falsas
alarmas, Millar no encontró algo nuevo durante otro año y ya estaba a punto de
rendirse, cuando el programa informó sobre una anomalía: había observado un
objeto que parecía estar desplazándose, pero con tanta lentitud que no podía
tener certeza, dentro de los límites de error. Sugirió hacer otra observación
después de un lapso más prolongado, para resolver la cuestión en un sentido o
en otro.
El doctor Millar miró el
diminuto punto de luz. Pudo haber sido una estrella tenue, pero los catálogos
mostraban que nada había en ese lugar. Para decepción suya, no había vestigios
de la aureola borrosa que habría indicado que se trataba de un cometa.
"Nada más que otro remaldito asteroide", pensó. "Casi ni vale la
pena molestarse en perseguirlo." Sin embargo, Miranda pronto habría de
darle una nueva hija: sería lindo tener un regalo para el día de su
nacimiento...
Era un asteroide, situado
justamente más allá de la órbita de Júpiter. El doctor Millar dispuso la
computadora para que calculara la órbita aproximada del cuerpo, y quedó
sorprendido al descubrir que Myrna, como había decidido llamarlo, se acercaba
bastante a la Tierra. Eso hacía que fuera algo más interesante.
Millar nunca pudo conseguir
que le reconocieran el nombre. Antes que la UAI
pudiese aprobarlo, observaciones adicionales le calcularon una órbita
mucho más precisa.
Y, entonces, solamente fue
posible un nombre: Kali, la Diosa de la Destrucción.
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