El
famoso paso del cometa Halley en 1910 engendró una de las poesías más bellas y
extrañas que se les hayan dedicado a nuestros amigos los cometas. Giovanni
Pascoli, uno de los grandes poetas italianos del siglo pasado, evoca el paso
del Halley en 1301, observado por Dante Alighieri, y lo relaciona con el de
1910. La visión está dominada por el paradigma cometario de fines del siglo
XIX, dominado por la posibilidad (ahora sabemos que sobredimensionada) de una colisión
cometaria. Esa colisión sirve para evocar imágenes de destrucción cósmica. En
la parte II aparece un peregrino que es Dante en el exilio. El poema parece
narrar una lucha titánica entre el hombre y la naturaleza, que vence aunque
quien se levante contra ella sea el mismísimo Dante. La dignidad del hombre
vence a la naturaleza aunque ésta lo destruya. Este poema se escribió como
respuesta a un artículo en el que un astrónomo sostenía que el poderío alusivo
y poético de los cometas había desaparecido al conocerse sus secretos
astronómicos (y ahora sabemos cuan poco se conocía sobre los cometas en 1910).
Los
conocimientos astronómicos de Pascoli eran considerables, por ejemplo se
refiere a Júpiter como “semipagado”, haciendo referencia a su carácter de compañero
fallido del Sol. La referencia a que “En las orillas de los canales de Marte,
pasan, llorando, los profetas” nos muestra cuan arraigada estaba en la época la
creencia en un Marte habitado.
La
traducción la realizamos en exclusiva para este blog. No pasa de una traducción
en prosa explicativa, por eso se puede leer el original a continuación, para
disfrutar la verdadera poesía.
I
Tú,
estrella vagabunda, astro disperso, que quizás buscas, en tu loco andar, la
puerta para huir del universo. Las estrellas empalidecen cuando aparece tu
rostro, jadea en los planetas el íntimo fuego, se elevan las olas del mar.
De
los secretos antros de Urano salen las sibilas. En las orillas de los canales
de Marte, pasan, llorando, los profetas. Lleno de llanto está el cielo de los
mortales Hijos del Sol, y roja sangre llueve en la penumbra cuando pasas por
los astros alrededor del semiapagado Júpiter.
II
¿Recuerdas
tú esta tierra negra? Pasaron ocho años tuyos desde que viste, en la oscura
noche, a uno de la Tierra. Andaba
solo, errando, sin esperanza, con el bordón en la mano, pero sin meta,
proscripto de la patria y de sí mismo: y en su vano camino
se
detenía, mientras caía la sombra quieta, oyendo un triste lamento lejano.
Y
salido de los abismos entonces, Cometa, tú llameabas en el horizonte y se
escucha un lamento como de llanto. Y lo tocaste en la frente.
III
Las
estrellas empalidecieron. No había nadie más que ti en el oscuro cielo exangüe
que azotabas con tu cabellera. Entre los planetas y el Sol, eras como una
sierpe que mata y pasa. A esta negra Tierra narrabas el triste rebullir de la
sangre, las sombras errantes, los gritos subterráneos, todas las preocupaciones,
todas las desventuras, todos los delitos: incendios, matanzas, guerras.
Al
hombre, detrás de las montañas oscuras y las rocas hirientes, mostrabas un
lugar:
su
ciudad. Segabas como una hoz. Y llameabas lentamente como una hoguera
funeraria.
IV
El
miró. Vio solamente una selva oscura y encima del sueño de la gente del mundo
vil escuchó el ladrido de la fiera. Vio el abismo de vientos encerrados, las
llamas y el hielo, y el perpetuo rumor de los mares y el rechinar de dientes. Oyó
el alto silencio que retumba eternamente; y fluyó la luz del sendero, que está
entre las estrellas y la gran tumba.
Él
era el peregrino del Misterio. Y tu le señalaste a la muerte, y el la vio, y la
abrazó con el pensamiento, y la mató en su potente abrazo.
V
Pero
tú, torvo cometa, esparcías desdeñoso en un diluvio rojo las mechas encendidas
de otros mundos destruidos. Dante era el hombre. Y tu decías: “Puedo despedazarte,
Tierra, y nadie sabrá jamás que aquí había un globo por mí destruido, en los
fríos cielos. Te dispersarás como una nube gris de incienso, negra Tierra. Y
tú, Sombra, ¿qué quieres?”
Él
sólo en el espacio inmenso te enfrentaba, como un guarda de los humanos, astro
de muerte. “¡Soy uno que piensa-decía él- y el mañana siempre será mío!”.
VI
Tú
surcaste con tu amenaza su dura frente, y el pensador terráqueo abrió sus manos
y alargó los brazos. E inmóvil ascendió en el relámpago de tus chispas,
ascendió sin fin, como en un sereno plenilunio. En el fragor de las ruinas
pasaban los bólidos, el cosmos reducido a polvo luminoso llovía sobre su crin. En
los ojos abiertos, apenas encendidas y apagadas, morían las estrellas. Y Dante
fue nadie. No más Tierra, no más Cielo, sólo la Nada.
La Nada o el Todo: un rayo, un punto, el Uno.
I
O tu, stella randagia, astro disperso,
che forse cerchi, nel tuo folle andare,
la porta onde fuggir dall’universo!
Le stelle, quando la tua face appare,
impallidiscono; ansa nei pianeti
l’intimo fuoco, alto s’impenna il mare.
Escono le sibille dai segreti
antri d’Uràno. In riva dei canali
di Marte, in pianto, passano i profeti.
Pieno di pianto è il cielo de’ mortali
figli del Sole; e sangue rosso piove
nella penombra, a man a man che sali,
degli astri attorno al semispento Giove.
II
O tu, ricordi questa terra nera?
Volgono appena otto anni tuoi, da quando
tu lo vedesti, in una cupa sera,
un della Terra. Andava solo, errando,
senza speranza, col bordone in mano,
ma senza meta, dalla patria in bando
e da sé stesso: e nel cammin suo vano
ei s’arrestava, mentre l’ombra queta
calava, udendo un mesto suon lontano.
E dagli abissi uscita allor, Cometa,
tu fiammeggiavi lunga all’orizzonte.
Udiva il suon lontano di compieta,
che par che pianga. E lo toccasti in fronte.
III
Le stelle impallidirono. Non v’era
altro che te nel cupo cielo esangue
che tu sferzavi con la tua criniera.
Tu tra i pianeti e i Soli, eri com’angue
che uccide e passa. A questa nera Terra
dicevi il tristo ribollir del sangue,
l’ombre vaganti, i gridi da sotterra,
tutti gli affanni, tutte le sventure,
tutti i delitti: incendi, stragi, guerra.
All’uomo, dietro le montagne oscure
e gl’irti rocchi, tu mostravi un luogo:
la sua città. Razzavi come scure
e fumigavi lenta come un rogo.
IV
Egli guardò. Non vide che una selva
oscura, e sopra il sonno delle genti
del mondo reo sentì latrar la belva.
Vide l’abisso con racchiusi i venti,
le fiamme e il gelo, e la perpetua romba
delle grandi acque, e lo stridor dei denti.
Udì l’alto silenzio che rimbomba
eternamente; e il lume del sentiero
scòrse, ch’è tra le stelle e la gran tomba.
Egli era il peregrino del Mistero.
E tu la morte gli accennasti, ed esso
la vide, e l’abbracciò col suo pensiero,
e sì l’uccise nel potente amplesso.
V
Ma tu sdegnosa ti spargevi avanti,
torva Cometa, in un diluvio rosso
le miche accese d’altri mondi infranti.
Dante era l’uomo. E tu dicevi: – Io posso
spezzarti, o Terra. E niuno saprà mai
che v’era un globo, ora da me percosso,
nei freddi cieli. Ti disperderai
come una grigia nuvola d’incenso,
o nera Terra! E tu, Ombra, che stai? –
Stava. Egli solo nello spazio immenso
stava a te contro, a guardia degli umani,
astro di morte. – Io mi son un che penso –
egli diceva – e sempre è il mio domani –.
VI
Tu gli solcasti della tua minaccia
la dura fronte; e il pensator terreno
le mani aperse ed allargò le braccia.
E immobilmente ascese tra il baleno
delle tue scheggie, ascese senza fine,
come in un plenilunïo sereno.
Gli si frangean, col croscio di ruine,
bolidi intorno; in polvere lucente
ridotto il cosmo gli piovea sul crine.
Negli occhi aperti, accese appena e spente,
morian le stelle. E Dante fu nessuno.
Terra non più, Cielo non più, ma il Niente.
Il Niente o il Tutto: un raggio, un punto, l’Uno.