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Books es una verdadera bendición para los amantes de los libros antiguos, para
quienes es común meditar “débil y fatigado sobre un curioso y extraño volumen
de sabiduría antigua” (por usar las palabras de Edgard Allan Poe). Sobre
cometas hay muchos, bastante desactualizados, claro, pero verdaderamente
deliciosos. Hojeando “A popular treatise on comets” de James Craig Watson,
impreso en Filadelfia en 1861, me encontré con el relato de un extraño fenómeno
en su momento explicado por la inmersión de la Tierra en la cola de un
cometa: “la gran neblina seca de 1783” .
En la pág. 50 del tratado se menciona la posibilidad de que nuestro planeta
cruzara la cola de un cometa y se viera inmerso en ella, las consecuencias
serían perturbaciones inusuales de la atmósfera y neblinas muy intensas. Y así
es que en su momento se explicaron las neblinas que en 1783 y 1831 cubrieron
gran parte del hemisferio norte. La “gran neblina seca de 1783” debe de haber sido un
fenómeno extraordinario: se levantó prácticamente en el mismo día de junio en
lugares muy separados entre sí (desde África al Ártico), era completamente
seca, no variaba con los vientos y duró más de un mes. Era tan densa en la cima
de una montaña como en las llanuras. Más bien era extraordinariamente densa, a
veces no se veía ni a pocos centímetros, las siluetas se veían detrás de un
vapor azulado y ligeramente fosforescente. El sol aparecía rojizo y se lo podía
contemplar sin molestias. A todo esto, sumémosle el olor de azufre y no es
extraño que se pensara en el fin del mundo.
Tan
extraordinario fenómeno despertó la curiosidad de los científicos y la primera
hipótesis fue que la Tierra
había atravesado la cola de un cometa, lo que explicaría que hubiera empezado
al mismo tiempo en lugares apartados. Quienes deambulaban en el vapor azulado
fosforescente pensaban que estaban respirando la tenue sustancia de los
cometas.
El
tratado de Watson desestima el origen cometario de este raro fenómeno, recurriendo
a cálculos orbitales, pero deja abierta la posibilidad de que se pudiera
producir lo que ahora sabemos imposible: que la cola de un cometa (o la coma)
pueda penetrar la atmósfera terrestre. Esta suposición se debe a que durante el
siglo XIX se pensaba que los cometas estaban formado sólo por gas, con algunas
partículas rocosas débilmente unidas entre sí por la gravedad (el modelo
“puñado de grava” del núcleo cometario, que reinó hasta la “bola de nieve
sucia” de Whipple). Y al desconocimiento de las características de las capas
superiores de la atmósfera.
La
explicación actualmente aceptada para la extraordinaria niebla estaba
contemplada como la posibilidad más cierta en nuestro tratado: que se debiera a
la gran erupción volcánica ocurrida en Islandia ese año y que habría originado
grandes aerosoles de ácido sulfúrico. Fue en la gran fisura volcánica de Laki,
en el sur de Islandia, en lo que fue la mayor erupción de lava jamás conocida,
que duró hasta 1984. Los vapores volcánicos provocaron que fuera el verano más
caliente en 300 años, lleno de tormentas eléctricas cuyos rayos cobraron muchas
víctimas, sobre todo entre los campaneros, ya que las campanas oficiaban de
terribles pararrayos, al extremo que en muchos países se abolieron las
campanadas hasta la llegada del invierno. Lo cierto es que ese terrible verano
de 1783 propició la introducción en Europa del pararrayos, inventado por
Benjamin Franklin en 1752.
Fue
un verano terrible, especialmente para la población de Islandia: murió un
cuarto de la población en la “hambruna de la niebla”. En esos días de junio de
1783, la gente transitaba en la niebla fosforescente y pensaba que caminaba por
la cola desprendida de un cometa.
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