¿Se acuerdan de el “vino del cometa” (http://cometasentrerios.blogspot.com.ar/2015/08/el-vino-del-cometa.html
)? Fue una grata sorpresa encontrar una referencia a esta bella superstición en
una de las grandes obras de uno de mis escritores favoritos, el alemán Ernst
Jünger. En “Sobre los acantilados de mármol” Jünger logra un relato de una
belleza transparente y clásica. La interpretación de que el “Gran
Guardabosque”, la ominosa figura que va destruyendo el mundo perfecto de los
habitantes de la Ermita sobre los acantilados de mármol, dedicados al estudio,
es Hitler (la novela es anterior a la II Guerra Mundial), parece difícil de
refutar. Los jóvenes estudiosos deben animarse a conocer las profundidades del
valor por imperio del deber, en la lucha contra el caos.
En una de las tantas alabanzas al poder transformador
de la locura dionisíaca, se habla del vino del cometa:
“En
tales días, dominados como estábamos por la nostalgia, también cerrábamos las
puertas que daban al jardín, pues el perfume de las flores era demasiado fuerte
para nuestros sentidos. Llegada la tarde, enviábamos a Erio a la cocina de las
rocas para que Lampusa le entregara un cántaro del vino obtenido el año del
cometa”
La descripción de la biblioteca del herbario, como un
santuario del placer tranquilo del estudio (“cuando estamos satisfechos, las
más frugales dádivas de la vida colman nuestros sentidos”) les recordará muchas
sensaciones a todos los que tienen la suerte de haber pasado aunque sea una
noche en un observatorio:
“Una puerta vidriera comunicaba
la terraza con la biblioteca. Por las mañanas, cuando hacia buen tiempo, la
puerta permanecía abierta de par en par, de manera que hermano Othon, sentado
ante su gran mesa de trabajo, gozaba de las delicias del jardín. Siempre me
gusto entrar en aquella habitación, en cuyo techo se dibujaban grandes sombras
verdes y, cuyo silencio era suavemente rasgado por el gorjeo de los pájaros y
el zumbido de las abejas (…) De noche me reunía con hermano Othón en el pequeño
vestíbulo, junto a la chimenea, donde un haz de maderas bien resecas ardían
vivamente. Cuando el trabajo del día había ido bien nos gustaba explayarnos en
indolentes conversaciones en las que uno avanza por caminos trillados,
saludando fechas y autores al pasar. Nos entreteníamos jugando con mil rarezas
del saber: recordando citas poco frecuentes, que a veces rozaban lo absurdo. Y
para tales juegos la muda legión de esclavos aherrojados en cuero o pergamino
nos prestaba un excelente servicio. Por regla general, sin embargo, no tardaba
a subir al herbario, donde trabajaba hasta bien pasada la media noche…Mis
recuerdos se abrían entonces como las páginas de un libro viejo y revivía las
horas de feroz plenitud...Y sentía como al mismo tiempo que nuestra ciencia, me
crecían las fuerzas que nos permiten afrontar los cálidos impulsos de la vida y
dominarlos y conducirlos como caballos por la brida” (traducción de Tristán La
Rosa para Ediciones Destino, Barcelona, 1993).
Nuestras horas de feroz plenitud
tras el telescopio.
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