Temores cometarios.
Un recorrido por
miedos antiguos
El temor a los cometas es un temor que se
niega a desaparecer. Seguramente el carácter imprevisible de estos astros
(podemos predecir su llegada, pero no podemos prever su brillo, si se
fragmentarán, si se apagarán, etc.) y la espectacularidad con la que aparecen
en los cielos impresionan nuestros espíritus, que se niegan a creer en los
argumentos de la ciencia sobre su carácter inocuo.
Es un lugar común en los textos sobre
astronomía referirse despectivamente a los temores cometarios como fruto de la
ignorancia, cuyas sombras se habrían disipado a medida que conocíamos más sobre
estos astros errantes. Es cierto que últimamente casi no tememos a los cometas,
ya nos explicaremos sobre ese “casi”, pero lo que no es cierto es que ese temor
haya sido infundado, pues se fundaba en lo que la ciencia astronómica de épocas
anteriores especulaba sobre su naturaleza. En su época, y por lo que se sabía,
eran temores fundados.
Vapores
ardientes
Durante la antigüedad hubo distintas teorías
sobre la naturaleza de los cometas. La que prevaleció fue la de Aristóteles (en
su “Meteorología”), quien consideraba que eran fenómenos meteorológicos y, por
ende, sublunares. En la concepción aristotélica de los cielos, que durante
siglos fue aceptada y que gozaba de las simpatías de la Iglesia medieval, había una
neta distinción entre el reino de las esferas celestes, perfecto e inmutable, y
la superficie y la atmósfera de la
Tierra, sujetas a cambios perpetuos. Los cometas, fenómenos
completamente impredecibles, no podían pertenecer al majestuoso dominio de las esferas
celestes. Eran explicados como vapores surgidos de la Tierra que ascendían
hasta la esfera de la Luna,
donde los vientos o la fricción con el movimiento de la esfera lunar-se pensaba
que las esferas que empujaban a los astros alrededor de la Tierra eran de
cristal- los encendían. De la misma manera se explicaban las estrellas fugaces.
Séneca, el preceptor de Nerón, sostuvo la
teoría de que eran astros cuyas órbitas no conocíamos, pero la teoría aristotélica,
a través del tratado de astronomía de Ptolomeo, que nadie discutió hasta
Copérnico, prevaleció hasta la época moderna.
Si se consideraban a los cometas como
fenómenos atmosféricos y próximos a nosotros, de naturaleza ígnea, es fácil
llegar a conclusiones tremendas sobre su influencia sobre nosotros. Partimos de
la base de que la astrología era reputada una ciencia tan exacta como la
astronomía hasta el siglo XVIII, y horóscopos hicieron dos monstruos sagrados
de la astronomía como Galileo y Kepler, por lo que si nuestras vidas estaban
marcadas por los distantes planetas, más lo estarán aun por los fenómenos
cercanos a nosotros.
Y siguiendo con las consecuencias físicas, según
Aristóteles los efectos que podrían producir los cometas iban de tormentas e
inundaciones hasta terremotos y plagas originadas por los pestilentes vapores
que los conformaban.
Mensajeros
de Dios
La decadencia del estudio de la astronomía en
la Baja Edad Media hizo florecer explicaciones teológicas, de las que la más
popular fue la de San Juan Damasceno: los cometas son fenómenos producidos por
los ángeles para advertencia de los hombres con los vapores que suben de la
tierra.
Portadores
de la plaga
Cuando la visión de los cometas como
portentos cedió espacio durante el
Renacimiento a la búsqueda de una explicación científica de sus efectos, los temores religiosos se volvieron seculares.
Y si vemos el catálogo de efectos físicos que
se atribuían a los cometas, son todos compatibles con fuegos tenues que
producen vapores a corta distancia de la Tierra, según la medicina de esos tiempos. Así
los vapores secos y calientes atribuidos a esos fuegos que eran los cometas,
originaban enfermedades originadas en humores secos y calientes, como
disentería, epilepsia, delirios y hemorragias. Las muertes de reyes que
supuestamente profetizarían los cometas se deberían a que las personas ricas se
alimentarían de comidas secas y calientes, sujetas a contaminación por simpatía
con los miasmas secos y calientes producidos por los cometas.
Daniel Defoe, en su “Diario del año de la
peste” cuenta que las masas desesperadas de Londres por la plaga de peste
bubónica de 1665 le atribuían como origen el paso “muy pesado, solemne y lento”
de un cometa, lo que “predecía una pesada sentencia, pausada pero severa,
terrible y aterradora como la peste”.
La ligazón entre cometas y plagas tendría un
inesperado reverdecer en 1979 cuando un grupo de astrónomos, encabezados por
Fred Hoyle, planteó que la mayoría de las enfermedades provenían de virus
transportados en cometas y que ingresaban en la atmósfera como polvo cometario.
Y no olvidemos que una de las hipótesis para el comienzo de la vida es la
teoría de la panespermia, que afirma que los primeros microorganismos llegaron
del espacio exterior en meteoritos o cometas.
Rumbo
de colisión
La prueba de que los cometas pasaban mucho más
lejos de lo que se pensaba le correspondió al astrónomo danés Tycho Brahe,
quien realizó observaciones lo suficientemente precisas del cometa de 1577 como
para llegar a la conclusión de que no era atmosférico, es decir, estaba más
lejos que la Luna,
y que poseía movimiento propio.
Esta idea no se impuso rápidamente. Galileo,
por ejemplo, sostenía que los cometas eran gases provenientes de la superficie
del planeta. Kepler, por su lado, creía que eran astros pero que se formaban de
las impurezas acumuladas en el éter, de manera que si estos vapores malsanos
entraran en contacto con la atmósfera estaríamos sometidos a distintas plagas.
A partir de la comprobación de Tycho la
astronomía comenzó a develar los secretos de los cometas. Edmund Halley fue
quien realizó el primer cálculo exitoso de la órbita de un cometa-el que hoy
conocemos con su nombre-y pudo predecir la fecha en que retornaría, lo que fue
la primera gran aplicación práctica de las teorías de Newton.
Cuando se supo que eran astros errantes y no
fenómenos atmosféricos, el temor fue a una eventual colisión con nuestro
planeta. Si bien los astrónomos en general limitaban las posibilidades de
colisión a un mínimo, en el siglo XIX se pensaba que los cometas eran cuerpos
mucho más grandes y pesados de lo que verdaderamente son, lo que hacía que las
perspectivas fueran más apocalípticas de lo que se consideran ahora que sabemos
que la estructura del núcleo cometario está formado mayormente por hielo.
Hoy por hoy, sólo podemos temer la colisión de
un cometa, o un fragmento de cometa, con nuestro planeta. Las posibilidades son
extremadamente remotas (nuestra preocupación principal son los asteroides cuyas
órbitas se cruzan con la de la Tierra), pero al menos parecen haberse dado una
vez en tiempos históricos: la espeluznante explosión de Tunguska en 1908, que
si en vez de la desierta taiga siberiana se hubiera producido sobre una ciudad
la hubiera hecho desaparecer. La teoría más aceptada sobre la causa de tan
extraña explosión es la que la atribuye al ingreso en nuestra atmósfera de un
fragmento del cometa Encke.
Cianuro
en el cielo
Para el tan esperado retorno del cometa Halley
en 1910 los temores parecían haberse disipado, pero seguían latentes. Meses
antes de la fecha de su máximo acercamiento a la tierra, distintos
observatorios informaron que el análisis espectográfico de la luz reflejada por
los cometas mostraba que entre los gases que formaban la cola se encontraba el
gas cianógeno, un veneno letal relacionado con el cianuro. A partir de esa
afirmación, algunos astrónomos sostuvieron que si la Tierra atravesara la cola
de un cometa el cianógeno aniquilaría todo rastro de vida. El más famoso de
ellos era Camile Flammarion, astrónomo y divulgador muy reconocido, cuya fama
solo puede compararse con la que en nuestra época tuvo Carl Sagan. Lo cierto es
que estudios posteriores determinaron que el gas estaba tan diluido que era
perfectamente inocuo, pero no todos leen las desmentidas de las noticias
sensacionales. Hoy vemos a muchos cometas brillando verdes en las
astrofotografías, por la reacción del cianógeno con la luz solar.
Cuando las tapas de los principales diarios
del mundo anunciaron que la Tierra atravesaría la cola del cometa Halley el 18
de mayo de 1910, todos recordaron las admoniciones de Flammarion y corrieron a
conseguir las máscaras antigás y las píldoras anti-cometa que comerciantes
inescrupulosos vendían. Pero el mundo siguió su curso.
Y con el retorno del cometa Halley en 1986
pudimos fotografiar su núcleo, hazaña realizada por la sonda espacial Giotto de
la Agencia Espacial
Europea. Posteriormente numerosas sondas se acercaron a los núcleos cometarios,
destacándose la Stardust
(que logró atrapar partículas de polvo del cometa Wild) y la
Deep Impact (que hizo detonar una carga
explosiva en el núcleo del cometa Tempel para observar su interior). Para el
año que viene se espera el primer contacto de un artefacto humano con la
superficie de un núcleo cometario, cuando la sonda europea Rosetta se pose
sobre la superficie del cometa Churyumov-Gerasimenko.
Camuflaje
de ovnis
Ahora que hemos podido disipar casi todos
nuestros temores astronómicamente fundados, los cometas deberían ser inocuos,
pero no lo son. Siguen impresionando como portadores de desastres, aunque por
suerte su ámbito de influencia se ha reducido a los fanáticos de los ovnis más
irracionales. Cuando un ignoto astrónomo esbozó en 1996 la teoría de que naves
extraterrestres viajaban ocultas en la cola del cometa Hale-Bopp, 39 adeptos de
la secta platillista Heaven’s Gate (la puerta del cielo) decidieron abandonar
sus cuerpos para que sus aligeradas almas fueran recogidas por las naves
estelares. El suicidio masivo fue generado por una idea trágica y ridícula que
se niega a morir. Se repetiría en 2011 con el cometa Elenin, cuando se anunció que
ocultaba ovnis en su cola, que deberían haberse hecho visibles cuando se
desintegró. Y nuevamente con el cometa Ison, cuando una fotografía claramente
adulterada muestra 3 naves en viaje a nuestro planeta en su cola.