lunes, 12 de mayo de 2014

LOS AMORES DEL COMETA

Les presento un hermoso texto del escritor mexicano Manuel Gutiérrez Nájera, escrito en 1882 e inspirado por la aparición del cometa más brillante de los tiempos modernos, el Gran Cometa de Septiembre de 1882, que llegó a una magnitud de ¡-18!, fue descubierto (aunque dato se olvida siempre) desde el Observatorio Astronómico de Córdoba. Y si el último post fue sobre un cometa del grupo de rasantes de Kreutz, éste también lo es. Así se vió en 1882:


Los amores del cometa
De oro, así es la cauda del cometa. Viene de las inmensas profundidades del espacio y ha dejado en las púas de cristal que tienen las estrellas muchas de sus guedejas luminosas. Las coquetas quieren atraparle; pero el cometa pasó impasible, sin volver los ojos, como Ulises por entre las sirenas. Venus le provocaba con su voluptuoso parpadeo de medianoche, como si ya tuviera sueño y quisiera volver a casa acompañada. Pero el cometa vio el talón alado de Mercurio, que sonreía mefistofélicamente, y pasó muy formal a la distancia respetable de veintisiete millones de leguas. Y allí le veis. Yo creo que en uno de sus viajes halló la estrella de nieve, a donde nunca llega la mirada de Dios, y que llaman los místicos infierno. Por eso trae erizos los cabellos. Ha visto muchas tierras, muchos cielos; sus aventuras amorosas hacen que las Siete Cabrillas se desternillen de risa y cuando imprima sus memorias veréis cómo las comprarán los planetas para leerlas a escondidas, cuidando de que no caigan en poder de las estrellas doncellitas. Tiene mucha fortuna con las mujeres: ¡Es de oro!
No me había sido presentado. Yo, comúnmente, no recibo a las cuatro y treinta y dos minutos de la madrugada; y ese gran noctámbulo deja sus sábanas azules muy temprano, para espiar la alcoba de la aurora por el ojo de la llave, luego que la divina rubia salta de su lecho con los brazos desnudos y el cabello suelto. Su pupila de oro espía por la cerradura de oriente. Tal vez en ese instante la aurora baja las tres gradas de ópalo que tiene su lecho nupcial, busca para cubrir sus plantas entumecidas las pantuflas de mirtos que los ángeles forran por dentro con plumas blancas desprendidas de sus alas. Y él la mira; la circunda con el áureo fluido de sus ojos; la palpa con la vista: siente las blandas ondulaciones de su pecho; ve cómo entorna los párpados, descubriendo sus pupilas color de nomeolvides y recibe en el rostro las primeras gotas de rocío que van cayendo de las trenzas rubias, cuando la diosa moja su cabeza en la gran palangana de brillantes, y aliña con el peine de marfil su cabellera descompuesta por la almohada. El cometa está enamorado. Por eso se levanta muy temprano.
Cuando los diarios anunciaron su llegada yo dudé de su existencia. Creí que era un pretexto del sol para obligarme a dejar el lecho en las primeras horas matinales. El padre de la luz está reñido conmigo porque no le hago versos y porque no me gusta su hija, el alba.
La blancura irreprochable de esa mujer me desespera; y desde que amo con toda el alma a una morena, odio a las rubias, y sobre todo a las inglesas. La noche es morena… ¡Como tú! ¡Perdón! Debí haber dicho: ¡Como usted!
Pero el cometa, a pesar de estas dudas, existía. Un sacerdote que va a decir su misa antes del alba le había visto. No era, pues, un pretexto del hirviente sol para tenerme desvelado y vengarse de todos mis desvíos. Los panaderos le conocían y saludaban. El gran viajero del espacio estaba en México.
Los graves observadores de Chapultepec no han despegado aún sus labios, y guardan una actitud prudente para no comprometerse. No saben todavía si ese cometa es de buena familia. Y tienen sobradísima razón. No hay que hacer amistades con un desconocido, que, a juzgar por la traza, es un polaco aventurero. Sobre todo, no hay que fiarle dinero. ¿A qué ha venido?
La honradez del cometa es muy dudosa. Sale a la madrugada del caliente camarín en que duerme la aurora, y no contento aún con deshonrarla de este modo espía por la cerradura de la llave hasta que acaba de lavarse. Yo no sé si la aurora es acosada; pero séalo o no, la hora a que el cometa sale de su casa no habla muy alto en pro de su reputación…
El cometa no es caballero. Hace alarde de sus bellaquerías; sale con insolencia, afrentando a los astros pobres con el lujo opulento de su traje, y, sin respeto al pudor de las estrellas vírgenes, compromete la honrosa reputación de una señora. No tiene vergüenza. Cuando menos debía embozarse en una capa.
Vanamente esperé que el gran desconocido apareciera en el cielo raso de mi alcoba. Para este excursionista, que no viene de Chicago, no hay hombres notables ni visitas de etiqueta. Tuve, pues, que esperarle en pie y armado, como aguarda un celoso al amante de su mujer, para darle, al pasar, las buenas noches. Eran las cuatro y media de la madrugada. Las estrellas cuchichearon entre sí, detrás de los abanicos, y algo como un enorme chorro de champagne, arrojado por una fuente azul, se dibujó en Oriente. Era el cometa. La luna, esa gran bandeja de plata en donde pone el sol monedas de oro, se escondía, desvelada y pálida, en el Oeste.
Los luceros y yo teníamos frío.
Mas si el cometa no presagia ahora el desarrollo de la epidemia, ni la contingencia de un conflicto internacional con Guatemala, sí puede chocar en el océano oscuro del espacio con esta cáscara de nuez en que viajamos. Tal conjetura no es absolutamente inadmisible. Hay 281 millones de probabilidades en contra de esa hipótesis, pero hay una a favor. Si el choque paralizara el movimiento de traslación, todo lo que no está pegado a la superficie de la tierra saldría de ella con una velocidad de siete leguas por segundo. El tenor Prats llegaría a la luna en cuatro minutos. Si el choque no hiciera más que detener el movimiento de rotación, los mares saldrían de madre descaradamente y cambiarían el Ecuador y los polos. ¡Qué admirable espectáculo! Los mares vaciándose, como platones que se voltean, sobre la tierra. El astrónomo Wiston cree y sostiene que el diluvio fue ocasionado por el choque de un cometa: el que apareció nuevamente en 1680.
Podía también el bandolero del espacio envolvernos en su opulenta cola de tertulia. Los cometas debían usar vestido alto. Por desgracia, sus grandes colas áureas, eterna desesperación de las actrices, tienen a las veces treinta y hasta ochenta millones de leguas. Si la extremidad de una de esas colas gigantescas penetrase en nuestra atmósfera, cargadas como están de hidrógeno y carbono, la vida sería imposible en el planeta. Sentiríamos primero una torpeza imponderable, como si acabáramos de almorzar en el restaurante de Recamier, y luego, gracias al decrecimiento del ázoe, un regocijo inmenso y una terrible excitación nerviosa, provocada por la rápida combustión de la sangre en los pulmones y por su rápida circulación en las arterias. ¡Todos nos moriríamos riendo a carcajadas! Servín abrazaría a Joaquín Moreno, y García de la Cadena, al general Aréchiga.
Pero, ¿quién piensa en ese horrible fin del mundo, oh vida mía?
El olor de rosas dura poco y el champagne se evapora en impalpables átomos, si le dejamos,  olvidadizos, en la copa. Nuestro cariño vuela adonde van las notas que se pierden, gimiendo, en el espacio. Mañana tú tendrás canas y yo, arrugas. En tus rodillas saltarán contentos tus chicuelos. Descuida: tenemos tiempo para amarnos, porque el amor dura muy poco. Cierra de noche tus balcones para que no entre muy temprano la luz impertinente de la aurora, y procura que duerma tu previsión, para que no adivines los desengaños y las decepciones que nos trae el porvenir. El mundo está viejo, pero nosotros somos jóvenes.
Cuando estés en un baile, no pienses nunca en la diana del alba ni en el frío de la salida, porque tus hombros desnudos se estremecerán, como sintiendo el áspero contacto de un cierzo de diciembre, y sentirás subir a tu garganta el bostezo imprudente del fastidio. La esperma brilla, y hay mucha luz en los espejos, en los diamantes y en los ojos. La música retoza en el espacio, y el vals, como la ola azul de un río alemán, arrastra las parejas estrechamente unidas como los cuerpos de Paolo y Francesca.
Las copas de Bohemia desbordan el vino que da calor al cuerpo, y la boca entreabierta de  la mujer derrama estas palabras que dan calor al alma. El alba se espereza entretanto, y piensa en levantarse. No pensemos en ella. Afuera sopla un viento frío que rasga las desnudas carnes de esas pobres gentes que han pasado la noche mendigando y vuelven a sus casas sin un solo mendrugo de pan negro.
No pienses, por Dios, en la capota de pesadas pieles que duerme aguardándote en el guardarropa, ni en los cerrados vidrios de tu coche. Fin del mundo y salida de un baile todo es uno. Final de fiesta mezclado de silencio y de fatiga, hora en que se apagan los lustros y cada cual vuelve a su casa; aquéllos a dormir bajo las ropas acolchonadas de su lecho, y éstos a descansar entre los cuatro muros de la tumba. Las bujías pavesean, lamiendo las arandelas del enroscado candelabro; los pavos del buffet muestran sus roídas caparazones y sus vientres abiertos; los músicos, luchando a brazo partido con el sueño, como Jacob con el ángel, no encuentran aire en sus pulmones para arrojarlo por el agudo clarinete, ni vigor en sus flojas articulaciones para esgrimir el arco del violín; sobre la blanca lona que cubre las alfombras hay muchas flores pisoteadas y muchas blondas hechas trizas; las mujeres se van poniendo ojerosas, y el polvo de arroz cae, como el polen de una flor, de sus mejillas; los cocheros, inmóviles, duermen en el pescante envueltos hasta la frente con sus carricks; éste es el fin del baile, éste es el fin del mundo. Pero -aguarda un momento- ¡falta el cotillón!
Restons! L’étoile vagabonde Dont les sages ont peur loin, Peut-étre, en emportant le monde, Nous laissera dans notre coin!
El cometa no viene a exterminarnos. Sigue agitando su cabellera merovingia ante la cara respetable de la luna, y continúa sus aventuras donjuanescas. Tiende a Marte una estocada y  se desliza como anguila por entre los anillos de Saturno. ¡Míralo! Sigue lagartijeando en el espacio, bombardeado por las miradas de la Osa. Reposa en la silla de Casiopea y se ocupa en bruñir el coruscante escudo de Sobieski. El Pavo Real despliega el abanico de su cola para enamorarle, y el ave indiana va a pararse en su hombro. La Cruz Austral le abre los brazos, y los Lebreles marchan obedientes a su lado. Allí está Orión, que le saluda con los ojos, y el fatuo Arturo viéndose en el espejo de las aguas. Puede rizar la cabellera de Berenice, e ir, jinete en la Girafa, a atravesar el Triángulo boreal. El León se echa a sus pies y el Centauro le sigue a galope. Hércules le presenta su maza y Andrómeda le llama con ternura. La Vía Láctea tiende a sus pies una alfombra blanca, salpicada de relucientes lentejuelas, y el Pegaso se inclina para que lo monte.

Pero vosotras no lo poseeréis, ¡oh estrellas enamoradas! Ya sabe lo que otros de sus compañeros han perdido por acercarse mucho a los planetas. Como los hombres cuando se enamoran, se han casado. Perdieron su independencia desde entonces, y hoy gravitan  siguiendo una cerrada curva o una elipse. Por eso huye y esquiva vuestras redes de oro; ¡es de la aurora! Miradle cómo espía a su rubia amada por la brillante cerradura del Oriente. El cielo empieza a ruborizarse. ¡Ya es de día! Las estrellas se apagan en el cielo, y los ojos que yo amo se abren en la tierra.

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