Los
amores del cometa
De oro, así es la cauda del
cometa. Viene de las inmensas profundidades del espacio y ha dejado en las púas
de cristal que tienen las estrellas muchas de sus guedejas luminosas. Las
coquetas quieren atraparle; pero el cometa pasó impasible, sin volver los ojos,
como Ulises por entre las sirenas. Venus le provocaba con su voluptuoso
parpadeo de medianoche, como si ya tuviera sueño y quisiera volver a casa
acompañada. Pero el cometa vio el talón alado de Mercurio, que sonreía
mefistofélicamente, y pasó muy formal a la distancia respetable de veintisiete
millones de leguas. Y allí le veis. Yo creo que en uno de sus viajes halló la
estrella de nieve, a donde nunca llega la mirada de Dios, y que llaman los
místicos infierno. Por eso trae erizos los cabellos. Ha visto muchas tierras,
muchos cielos; sus aventuras amorosas hacen que las Siete Cabrillas se
desternillen de risa y cuando imprima sus memorias veréis cómo las comprarán
los planetas para leerlas a escondidas, cuidando de que no caigan en poder de
las estrellas doncellitas. Tiene mucha fortuna con las mujeres: ¡Es de oro!
No me había sido presentado.
Yo, comúnmente, no recibo a las cuatro y treinta y dos minutos de la madrugada;
y ese gran noctámbulo deja sus sábanas azules muy temprano, para espiar la
alcoba de la aurora por el ojo de la llave, luego que la divina rubia salta de
su lecho con los brazos desnudos y el cabello suelto. Su pupila de oro espía
por la cerradura de oriente. Tal vez en ese instante la aurora baja las tres
gradas de ópalo que tiene su lecho nupcial, busca para cubrir sus plantas
entumecidas las pantuflas de mirtos que los ángeles forran por dentro con
plumas blancas desprendidas de sus alas. Y él la mira; la circunda con el áureo
fluido de sus ojos; la palpa con la vista: siente las blandas ondulaciones de
su pecho; ve cómo entorna los párpados, descubriendo sus pupilas color de
nomeolvides y recibe en el rostro las primeras gotas de rocío que van cayendo
de las trenzas rubias, cuando la diosa moja su cabeza en la gran palangana de
brillantes, y aliña con el peine de marfil su cabellera descompuesta por la
almohada. El cometa está enamorado. Por eso se levanta muy temprano.
Cuando los diarios anunciaron
su llegada yo dudé de su existencia. Creí que era un pretexto del sol para
obligarme a dejar el lecho en las primeras horas matinales. El padre de la luz
está reñido conmigo porque no le hago versos y porque no me gusta su hija, el
alba.
La blancura irreprochable de
esa mujer me desespera; y desde que amo con toda el alma a una morena, odio a
las rubias, y sobre todo a las inglesas. La noche es morena… ¡Como tú! ¡Perdón!
Debí haber dicho: ¡Como usted!
Pero el cometa, a pesar de
estas dudas, existía. Un sacerdote que va a decir su misa antes del alba le
había visto. No era, pues, un pretexto del hirviente sol para tenerme desvelado
y vengarse de todos mis desvíos. Los panaderos le conocían y saludaban. El gran
viajero del espacio estaba en México.
Los graves observadores de
Chapultepec no han despegado aún sus labios, y guardan una actitud prudente
para no comprometerse. No saben todavía si ese cometa es de buena familia. Y
tienen sobradísima razón. No hay que hacer amistades con un desconocido, que, a
juzgar por la traza, es un polaco aventurero. Sobre todo, no hay que fiarle
dinero. ¿A qué ha venido?
La honradez del cometa es muy
dudosa. Sale a la madrugada del caliente camarín en que duerme la aurora, y no
contento aún con deshonrarla de este modo espía por la cerradura de la llave
hasta que acaba de lavarse. Yo no sé si la aurora es acosada; pero séalo o no,
la hora a que el cometa sale de su casa no habla muy alto en pro de su
reputación…
El cometa no es caballero.
Hace alarde de sus bellaquerías; sale con insolencia, afrentando a los astros
pobres con el lujo opulento de su traje, y, sin respeto al pudor de las
estrellas vírgenes, compromete la honrosa reputación de una señora. No tiene
vergüenza. Cuando menos debía embozarse en una capa.
Vanamente esperé que el gran
desconocido apareciera en el cielo raso de mi alcoba. Para este excursionista,
que no viene de Chicago, no hay hombres notables ni visitas de etiqueta. Tuve,
pues, que esperarle en pie y armado, como aguarda un celoso al amante de su
mujer, para darle, al pasar, las buenas noches. Eran las cuatro y media de la
madrugada. Las estrellas cuchichearon entre sí, detrás de los abanicos, y algo
como un enorme chorro de champagne, arrojado por una fuente azul, se dibujó en
Oriente. Era el cometa. La luna, esa gran bandeja de plata en donde pone el sol
monedas de oro, se escondía, desvelada y pálida, en el Oeste.
Los luceros y yo teníamos
frío.
Mas si el cometa no presagia
ahora el desarrollo de la epidemia, ni la contingencia de un conflicto
internacional con Guatemala, sí puede chocar en el océano oscuro del espacio
con esta cáscara de nuez en que viajamos. Tal conjetura no es absolutamente
inadmisible. Hay 281 millones de probabilidades en contra de esa hipótesis,
pero hay una a favor. Si el choque paralizara el movimiento de traslación, todo
lo que no está pegado a la superficie de la tierra saldría de ella con una
velocidad de siete leguas por segundo. El tenor Prats llegaría a la luna en
cuatro minutos. Si el choque no hiciera más que detener el movimiento de
rotación, los mares saldrían de madre descaradamente y cambiarían el Ecuador y
los polos. ¡Qué admirable espectáculo! Los mares vaciándose, como platones que
se voltean, sobre la tierra. El astrónomo Wiston cree y sostiene que el diluvio
fue ocasionado por el choque de un cometa: el que apareció nuevamente en 1680.
Podía también el bandolero del
espacio envolvernos en su opulenta cola de tertulia. Los cometas debían usar
vestido alto. Por desgracia, sus grandes colas áureas, eterna desesperación de
las actrices, tienen a las veces treinta y hasta ochenta millones de leguas. Si
la extremidad de una de esas colas gigantescas penetrase en nuestra atmósfera,
cargadas como están de hidrógeno y carbono, la vida sería imposible en el
planeta. Sentiríamos primero una torpeza imponderable, como si acabáramos de
almorzar en el restaurante de Recamier, y luego, gracias al decrecimiento del
ázoe, un regocijo inmenso y una terrible excitación nerviosa, provocada por la
rápida combustión de la sangre en los pulmones y por su rápida circulación en
las arterias. ¡Todos nos moriríamos riendo a carcajadas! Servín abrazaría a
Joaquín Moreno, y García de la
Cadena , al general Aréchiga.
Pero, ¿quién piensa en ese
horrible fin del mundo, oh vida mía?
El olor de rosas dura poco y
el champagne se evapora en impalpables átomos, si le dejamos,
olvidadizos, en la copa. Nuestro cariño vuela adonde van las notas que se
pierden, gimiendo, en el espacio. Mañana tú tendrás canas y yo, arrugas. En tus
rodillas saltarán contentos tus chicuelos. Descuida: tenemos tiempo para
amarnos, porque el amor dura muy poco. Cierra de noche tus balcones para que no
entre muy temprano la luz impertinente de la aurora, y procura que duerma tu
previsión, para que no adivines los desengaños y las decepciones que nos trae
el porvenir. El mundo está viejo, pero nosotros somos jóvenes.
Cuando estés en un baile, no
pienses nunca en la diana del alba ni en el frío de la salida, porque tus
hombros desnudos se estremecerán, como sintiendo el áspero contacto de un
cierzo de diciembre, y sentirás subir a tu garganta el bostezo imprudente del
fastidio. La esperma brilla, y hay mucha luz en los espejos, en los diamantes y
en los ojos. La música retoza en el espacio, y el vals, como la ola azul de un
río alemán, arrastra las parejas estrechamente unidas como los cuerpos de Paolo
y Francesca.
Las copas de Bohemia desbordan
el vino que da calor al cuerpo, y la boca entreabierta de la mujer
derrama estas palabras que dan calor al alma. El alba se espereza entretanto, y
piensa en levantarse. No pensemos en ella. Afuera sopla un viento frío que rasga
las desnudas carnes de esas pobres gentes que han pasado la noche mendigando y
vuelven a sus casas sin un solo mendrugo de pan negro.
No pienses, por Dios, en la
capota de pesadas pieles que duerme aguardándote en el guardarropa, ni en los
cerrados vidrios de tu coche. Fin del mundo y salida de un baile todo es uno.
Final de fiesta mezclado de silencio y de fatiga, hora en que se apagan los
lustros y cada cual vuelve a su casa; aquéllos a dormir bajo las ropas
acolchonadas de su lecho, y éstos a descansar entre los cuatro muros de la
tumba. Las bujías pavesean, lamiendo las arandelas del enroscado candelabro;
los pavos del buffet muestran sus roídas caparazones y sus vientres abiertos;
los músicos, luchando a brazo partido con el sueño, como Jacob con el ángel, no
encuentran aire en sus pulmones para arrojarlo por el agudo clarinete, ni vigor
en sus flojas articulaciones para esgrimir el arco del violín; sobre la blanca
lona que cubre las alfombras hay muchas flores pisoteadas y muchas blondas
hechas trizas; las mujeres se van poniendo ojerosas, y el polvo de arroz cae,
como el polen de una flor, de sus mejillas; los cocheros, inmóviles, duermen en
el pescante envueltos hasta la frente con sus carricks; éste es el fin del
baile, éste es el fin del mundo. Pero -aguarda un momento- ¡falta el cotillón!
Restons! L’étoile vagabonde Dont les sages ont
peur loin, Peut-étre, en emportant le monde, Nous laissera dans notre coin!
El cometa no viene a
exterminarnos. Sigue agitando su cabellera merovingia ante la cara respetable
de la luna, y continúa sus aventuras donjuanescas. Tiende a Marte una estocada
y se desliza como anguila por entre los anillos de Saturno. ¡Míralo!
Sigue lagartijeando en el espacio, bombardeado por las miradas de la Osa. Reposa en la
silla de Casiopea y se ocupa en bruñir el coruscante escudo de Sobieski. El
Pavo Real despliega el abanico de su cola para enamorarle, y el ave indiana va
a pararse en su hombro. La
Cruz Austral le abre los brazos, y los Lebreles marchan
obedientes a su lado. Allí está Orión, que le saluda con los ojos, y el fatuo
Arturo viéndose en el espejo de las aguas. Puede rizar la cabellera de
Berenice, e ir, jinete en la
Girafa , a atravesar el Triángulo boreal. El León se echa a
sus pies y el Centauro le sigue a galope. Hércules le presenta su maza y
Andrómeda le llama con ternura. La Vía Láctea tiende a sus pies una alfombra blanca,
salpicada de relucientes lentejuelas, y el Pegaso se inclina para que lo monte.
Pero vosotras no lo poseeréis,
¡oh estrellas enamoradas! Ya sabe lo que otros de sus compañeros han perdido
por acercarse mucho a los planetas. Como los hombres cuando se enamoran, se han
casado. Perdieron su independencia desde entonces, y hoy gravitan
siguiendo una cerrada curva o una elipse. Por eso huye y esquiva vuestras redes
de oro; ¡es de la aurora! Miradle cómo espía a su rubia amada por la brillante
cerradura del Oriente. El cielo empieza a ruborizarse. ¡Ya es de día! Las
estrellas se apagan en el cielo, y los ojos que yo amo se abren en la tierra.
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