Hace casi 3 siglos el filósofo francés Voltaire se burló de
la estupidez humana con un relato en el que dos extraterrestres viajan hasta
nuestro planeta… EN COMETA!
Así comienza nuestra historia:
“Había en uno de los planetas que giran en
torno de la estrella llamada Sirio, un mozo de mucho talento, a quien tuve la
honra de conocer en el postrer viaje que hizo a nuestro mezquino hormiguero.
Era su nombre Micromegas”.
Como vemos, la idea de que pudieran
existir planetas alrededor de otras estrellas no era un disparate en el año 1752
(año de publicación), no era un hecho científico (obviamente), pero tampoco se
lo consideraba imposible. Claro está, los hombres del siglo XVIII sabían con
certeza la imposibilidad de abandonar nuestro planeta.
El mensaje de la obra es satírico:
criticar el provincianismo de considerarnos el centro de la creación. Para ello
Voltaire imagina un personaje que vive en una sociedad no tan diversa a la
nuestra, aunque por su altura es un gigante. Prosigue el narrador:
“No le afligió mucho el salir de una corte llena de enredos
y chismes. Compuso unas décimas muy graciosas contra el muftí, que a éste no le
importaron un bledo, y se dedicó a viajar de planeta en planeta para acabar de
perfeccionar su razón y su corazón, como dicen. Los que están acostumbrados a
caminar en coche de colleras, o en silla de posta, se pasmarán de los carruajes
de allá arriba, porque nosotros, en nuestra pelota de cieno, no entendemos de
otros estilos que de los nuestros. Sabía completamente las leyes de la gravitación
y de las fuerzas atractivas y repulsivas nuestro caminante y se valía de ellas
con tanto acierto que ora montando en un rayo de sol, ora cabalgando en un
cometa andaban cabalgando él y sus sirvientes, lo mismo que revolotea un
pajarito de rama en rama”
Y ahí va nuestro viajero cometario:
“En poco tiempo hubo corrido la vía láctea; y siento tener
que confesar que nunca pudo columbrar por entre las estrellas de que está
sembrado aquel hermosísimo cielo empíreo que con su anteojo de larga vista descubrió
el ilustre Derham”
Micromegas no observó el Paraíso que los teólogos como
Derhan se empecinaban todavía con situar en el espacio:
“No digo yo por eso que no lo haya visto muy bien el señor
Derham; Dios me libre de cometer tamaño yerro, mas al cabo Micromegas se
hallaba en el país y era buen observador; yo no quiero contradecir a nadie. Después
de muchos viajes llegó un día Micromegas al globo de Saturno, y si bien estaba acostumbrado a
contemplar cosas nuevas, le sorprendió la pequeñez de aquel planeta y de sus
moradores. No pudo menos que soltar aquella risa de superioridad que los más cuerdos
no pueden contener a veces. Verdad es que no es Saturno más grande que novecientas
veces la Tierra ,
y sus habitantes son enanos de unas dos mil varas, con cortas diferencias de
estatura. Riose al principio de ellos con sus criados, como se ríe cuando viene
a Francia cualquier músico italiano de la música de Lulli. Pero el sirio era
hombre de razón y presto reconoció que
podía muy bien un ser que piensa no tener nada de ridículo, aunque su estatura
no pase de seis mil pies. Acostumbróse a los saturninos, después de haber
causado su asombro, y se hizo íntimo amigo del secretario de la Academia de Saturno,
hombre de mucho talento”.
Tras haberse comunicado los conocimientos que cada uno
tenía sobre su mundo “acordaron realizar juntos un corto viaje filosófico”, en
cometa:
“Partiéronse nuestros dos curiosos y saltaron primero al
anillo, que encontraron muy aplastado, como lo supuso un ilustre habitante de
nuestro minúsculo globo terráqueo, y desde allí anduvieron de luna en luna. Pasó
un cometa junto a la última y se tiraron a él con sus sirvientes y sus
instrumentos. Apenas hubieron andado ciento cincuenta millones de leguas se
toparon con los satélites de Júpiter. Apeáronse en este planeta, donde se detuvieron
un año”
“Al salir de Júpiter atravesaron un espacio de cerca de
cien millones de leguas y costearon el planeta Marte, el cual -como todos
saben- es cinco veces más pequeño que nuestro glóbulo y vieron dos lunas que
sirven a este planeta y no han podido descubrir
nuestros astrónomos. Bien sé que el abate Castel escribirá con mucho
donaire contra la existencia de dichas lunas, mas yo apelo a los que discurren
por analogía, todos excelentes filósofos que saben muy bien que no le sería
posible a Marte vivir sin dos lunas por lo menos, estando tan distante del
Sol”.
Se habla mucho (y se especula demasiado) sobre cómo había
adivinado Jonathan Swift, en sus “Viajes de Gulliver”, que Marte tenía 2
satélites que sólo fueron descubiertos en 1877. Bueno, ¿Voltaire también lo
sabía? No, ninguno de los dos lo sabía. Se consideraba que Marte tenía que
tener 2 satélites por una especia de correlación aritmética entre la Tierra con 1 satélite y
Júpiter con 4 (conocidos en ese entonces, los galileanos).
“Sea como fuere, a nuestros caminantes les pareció cosa tan
chica que temieron no hallar posada cómoda y pasaron de largo, como hacen dos
caminantes cuando topan con una mala venta en despoblado y siguen hasta el
pueblo inmediato. Pero luego se arrepintieron el sirio y su compañero, que
anduvieron un largo espacio sin encontrar albergue. Al cabo divisaron una
lucecilla, que era la Tierra ,
y que pareció muy mezquina cosa a gentes que venían de Júpiter. No obstante, recelando
arrepentirse otra vez, se determinaron a desembarcar en ella. Pasaron a la cola
del cometa y hallando una aurora boreal a mano, se metieron dentro y aportaron
en tierra a la orilla septentrional del mar Báltico, a 5 de julio de 1737” .
Allí descansan Micromegas y el saturnino hasta que con la ayuda de un microscopio fabricado con
las cuentas de un collar de diamantes advierten la presencia de un objeto
diminuto que flota en el mar, no podían saber que era el barco traía una expedición
científica retornando de las proximidades del polo norte, que acabará en la
palma de la mano de Micromegas. No tarda éste en advertir que “aquellos átomos
se hablaban”. Micromegas fabrica una
especie de bocina enorme con un recorte de su uña para escuchar los zumbidos de
aquellos extraños insectos y para poder hablar con ellos sin hacerlos volar con
los vientos originados por su voz recurre a un mondadientes extremadamente
delgado, hablaba muy quedo sobre la punta más gruesa y la punta más afilada iba
a dar al barco. Claro, al principio los científicos no sabían de donde venían
las voces.
La parte central del diálogo consiste en cómo los dos
gigantes pueden entenderse con esos pequeños microbios dotados, a pesar de su
tamaño, de razón, como se percatan Micromegas y su amigo cuando los sabios
pueden calcular con exactitud su altura.
Micromegas piensa que al tener tan poca materia y ser seres
con razón…
“debeis emplear vuestra vida en pensar y amar, que es la verdadera
vida de los espíritus. En parte ninguna he visto la felicidad, pero estoy
cierto que ésta es su mansión”.
“Encogiéronse de hombros al oír este razonamiento los
filósofos todos y más ingenuo uno de ellos confesó sinceramente que, excepto un
cortísimo número de moradores poquísimo apreciados, todos los demás eran una
cáfila de locos, perversos y desdichados… “¿Sabéis por ejemplo que a estas
horas, cien mil locos de nuestra especie, que llevan sombrero, están matando a
otros cien mil animales cubiertos con turbante, o muriendo a sus manos, y que
así es estilo en toda la de tiempo inmemorial a acá? Horrorizóse el sirio y
preguntó cuál era el motivo de tan horribles contiendas entre animales tan
ruines. Trátase -dijo el filósofo- de unos pedacillos de tierra como vuestros
pies…¡Desventurados! -exclamó indignado el sirio-. ¿Cómo es posible imaginar tan
furioso frenesí? Arranques me vienen de dar tres pasos y con tres patadas
estrujar este hormiguero de ridículos
asesinos. -No os toméis ese trabajo-le respondieron- que sobrado se afanan
ellos por labrar su ruina. Dentro de diez años no quedará en vida el diezmo de
estos miserables y aún sin sacar la espada, a casi todos se los lleva el
hambre, la fatiga o la destemplanza. Pero no son ellos los que merecen castigo,
sino los ociosos despiadados que desde
la tranquilidad de su gabinete mandan, mientras digieren la comida,
degollar un millón de hombres y dan luego solemnes acciones de gracias a Dios”.
Los sabios asombran a los extraterrestres con sus
conocimientos científicos, pero la discusión entre ellos estalla cuando son
interrogados sobre la esencia del alma y el conocimiento. Cada uno de ellos
expone las opiniones de su secta filosófica.
A Micromegas el partidario de John Locke le parece el más
sensato cuando expresa:
“Yo no sé cómo pienso; lo que sé es que nunca he pensado
como no sea por medio de mis sentidos. Que haya sustancias inmateriales e
inteligentes, no lo pongo en duda; pero que no pueda Dios comunicar la
inteligencia a la materia, eso lo dudo mucho. Respeto al eterno poder, y sé que
no me compete limitarle; no afirmo nada y me ciño a creer que hay muchas más
cosas posibles de lo que se piensa”.
Una verdadera profesión de fe racionalista. Pero…
“Por desgracia, se encontraba en la banda un animalucho con
un bonete en la cabeza que, cortando el hilo a todos los filósofos, dijo que sabía el secreto, que se hallaba en la Summa de Santo Tomás; y
mirando de pies a cabeza a los dos moradores celestes les dijo que sus
personas, sus mundos, sus soles y sus estrellas, todo había sido creado para el
hombre. Al oír los otros tal sandez, nuestros dos caminantes hubieron de caerse
uno sobre otro con aquella inextinguible risa que, según Homero, cupo en suerte
a los dioses”.
La vanidad de creernos los únicos beneficiarios del
universo ya era atacada en el siglo XVIII.
Tanto rieron que hicieron caer al navío de la uña del sirio
en los “calzones del saturnino. Buscáronle ambos mucho tiempo; al cabo toparon
con la tripulación y la metieron en el navío lo mejor que pudieron. Cogió el
sirio a los oradorcillos y les habló con mucha afabilidad, aunque estaba algo
mohíno de ver que unos infinitamente pequeños tuvieran una vanidad casi
infinitamente grande. Prometióles que compondría un libro de filosofía escrito
en letra muy menuda para su uso y que en él verían el porqué de todas las cosa;
y en efecto, antes de irse les dio el libro prometido que llevaron a la Academia de Ciencias de
París. Mas cuando lo abrió el viejo secretario se halló con que estaba todo en
blanco, y dijo: “¡Ah! Ya me lo presumía yo”.
Con esta burla homérica se cierra nuestra narración.
La traducción es la versión del Abate Marchena.
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