Leer los tomos de “Historia de
la declinación y caída del imperio romano” de Edward Gibbon es una experiencia
que los aficionados a la historia romana no olvidamos. Concluye su capítulo 43
con los desastres que asolaron el reinado del más grande emperador del imperio
romano de Oriente y en ellos hay una sabrosa digresión sobre los cometas, ya
desde la perspectiva post-newtoniana del siglo XVIII, a partir de los regresos
cada 575 años del Gran Cometa de 1680, uno de los más espectaculares de la
historia. También es interesante notar que ese error de cálculo de órbita del
cometa de 1680 (cuya órbita en realidad es de 15.000 años) se debe nada más y
nada menos que al mismísimo Halley. El cálculo de la órbita del cometa que
lleva su nombre fue su segundo cálculo, el primero fue el del Gran Cometa de
1680, cálculo erróneo. A la segunda, acertó.
Con la base del cálculo de
Halley de los 575 años para el cometa de 1680, Gibbon confundió dicho cometa
con el de 1682, que es el 1P/Halley. Ese es el primer cometa mencionado en el
texto a continuación en el año 531.
“Voy a concluir este capítulo
con el cometa, los terremotos y la peste que asombraron y estremecieron el
siglo de Justiniano. Al quinto año de su reinado en el mes de septiembre, se
estuvo viendo por veinte días un cometa hacia la parte de Occidente, flechando
sus destellos hacia el Norte. Ocho años después (531-539 d.C.) hallándose el
sol en Capricornio, se apareció otro cometa encaminándose hacia Sagitario; iba
creciendo y abultando más y más su extensión, con su frente a levante y la cola
al ocaso, permaneciendo visible más de cuarenta días. Contemplábanlos con
asombro las naciones aguardando guerras y desdichas con su ponzoñoso influjo, y
se cumplieron colmadamente sus anuncios. Disimulaban los astrónomos su total
ignorancia acerca de aquellos astros centelleantes, que aparentaban conceptuar
como meteoros volanderos de la atmósfera, y eran poquísimos los que se atenían
a la opinión de Séneca y los caldeos, reputándolos únicamente como planetas de
mayor período y movimientos más extensivos. El tiempo y la ciencia han ido
revalidando las conjeturas y predicciones del sabio romano; el telescopio ha
desentoldado nuevos mundos a la vista de los astrónomos, y en el reducido plazo
de la historia y la fábula se ha deslindado ya que un cometa idéntico ha venido
a visitar la Tierra
en siete giros iguales de quinientos setenta y cinco años. El primero,
que se remonta a mil setecientos sesenta y siete años tras la era cristiana, es
contemporáneo de Ogiges, el padre de la Antigüedad griega. Aquella aparición concuerda
con la voz que ha conservado Varrón, de que en su reinado el planeta Venus
varió de matiz, tamaño, figura, y carrera; portento sin ejemplar en las edades
antepasadas y posteriores. La visita segunda en el año mil ciento
noventa y tres, se viene enmarañadamente a rastrear por la fábula de Electra y
las siete Pléyades, que han quedado en seis desde la guerra de Troya. Aquella
ninfa, esposa de Dárdano, jamás pudo avenirse al exterminio de su patria; se
soslayó a las danzas de sus hermanas, lucientes, huyó del zodíaco al polo, y le
cupo en su desgreñada cabellera el nombre de cometa. Fenece el tercer
período en el año seiscientos dieciocho, fecha que cabalmente concuerda con el
cometa pavoroso de la Sibila ,
y quizás de Plinio, que asomó a Occidente dos generaciones antes del reinado de
Ciro. La cuarta venida, cuarenta y cuatro años antes del nacimiento de
Cristo, es la más descollante y esplendorosa. Tras la muerte de César, un astro
cabelludo y centelleante embargó a Roma y a las naciones mientras estaba el
joven Octavio ostentando los juegos en obsequio de Venus, y de su tío. La
religiosidad del estadista fomentó y consagró la opinión vulgar de que se
llevaba por el cielo el alma del dictador, al paso que su entrañable
superstición refería el cometa a la gloria de su propio reinado. Ya se colocó
la quinta visita en el año quinto de Justiniano, que corresponde al quinientos
treinta y uno de la era cristiana; y es del caso recordar que en ambos trances
el cometa llevó el acompañamiento de una palidez peregrina en el sol, con más o
menos inmediación. Las crónicas de Europa y de la China mencionan su sexta
venida en el año mil ciento seis; y en el sumo acaloramiento de las Cruzadas;
cristianos y mahometanos eran árbitros de soñar con igual fundamento que estaba
anunciando el exterminio de los infieles. El séptimo fenómeno, de mil
seiscientos ochenta, asomó en un siglo ilustrado; la filosofía de Bayle aventó
una vulgaridad que la musa de Milton acababa de engalanar: “que el cometa
sacude guerras y pestes de su cabellera desgreñada”. Flamstead y Cassini
estuvieron deslindando su carrera por los espacios con extremada maestría, y la
ciencia matemática de Bernoulli, Newton y Halley desentrañaron las leyes de sus
giros. Quizás los astrónomos de alguna capital venidera de Siberia o de los
páramos de América comprobarán sus cálculos en el octavo período del año dos
mil trescientos cincuenta y cinco”.