viernes, 30 de octubre de 2015

EL COMETA HALLEY DURANTE EL REINADO DE JUSTINIANO. “HISTORIA DE LA DECLINACIÓN Y CAÍDA DEL IMPERIO ROMANO” DE EDWARD GIBBON.



Leer los tomos de “Historia de la declinación y caída del imperio romano” de Edward Gibbon es una experiencia que los aficionados a la historia romana no olvidamos. Concluye su capítulo 43 con los desastres que asolaron el reinado del más grande emperador del imperio romano de Oriente y en ellos hay una sabrosa digresión sobre los cometas, ya desde la perspectiva post-newtoniana del siglo XVIII, a partir de los regresos cada 575 años del Gran Cometa de 1680, uno de los más espectaculares de la historia. También es interesante notar que ese error de cálculo de órbita del cometa de 1680 (cuya órbita en realidad es de 15.000 años) se debe nada más y nada menos que al mismísimo Halley. El cálculo de la órbita del cometa que lleva su nombre fue su segundo cálculo, el primero fue el del Gran Cometa de 1680, cálculo erróneo. A la segunda, acertó.
Con la base del cálculo de Halley de los 575 años para el cometa de 1680, Gibbon confundió dicho cometa con el de 1682, que es el 1P/Halley. Ese es el primer cometa mencionado en el texto a continuación en el año 531.

“Voy a concluir este capítulo con el cometa, los terremotos y la peste que asombraron y estremecieron el siglo de Justiniano. Al quinto año de su reinado en el mes de septiembre, se estuvo viendo por veinte días un cometa hacia la parte de Occidente, flechando sus destellos hacia el Norte. Ocho años después (531-539 d.C.) hallándose el sol en Capricornio, se apareció otro cometa encaminándose hacia Sagitario; iba creciendo y abultando más y más su extensión, con su frente a levante y la cola al ocaso, permaneciendo visible más de cuarenta días. Contemplábanlos con asombro las naciones aguardando guerras y desdichas con su ponzoñoso influjo, y se cumplieron colmadamente sus anuncios. Disimulaban los astrónomos su total ignorancia acerca de aquellos astros centelleantes, que aparentaban conceptuar como meteoros volanderos de la atmósfera, y eran poquísimos los que se atenían a la opinión de Séneca y los caldeos, reputándolos únicamente como planetas de mayor período y movimientos más extensivos. El tiempo y la ciencia han ido revalidando las conjeturas y predicciones del sabio romano; el telescopio ha desentoldado nuevos mundos a la vista de los astrónomos, y en el reducido plazo de la historia y la fábula se ha deslindado ya que un cometa idéntico ha venido a visitar la Tierra en siete giros iguales de quinientos setenta y cinco años. El primero, que se remonta a mil setecientos sesenta y siete años tras la era cristiana, es contemporáneo de Ogiges, el padre de la Antigüedad griega. Aquella aparición concuerda con la voz que ha conservado Varrón, de que en su reinado el planeta Venus varió de matiz, tamaño, figura, y carrera; portento sin ejemplar en las edades antepasadas y posteriores. La visita segunda en el año mil ciento noventa y tres, se viene enmarañadamente a rastrear por la fábula de Electra y las siete Pléyades, que han quedado en seis desde la guerra de Troya. Aquella ninfa, esposa de Dárdano, jamás pudo avenirse al exterminio de su patria; se soslayó a las danzas de sus hermanas, lucientes, huyó del zodíaco al polo, y le cupo en su desgreñada cabellera el nombre de cometa. Fenece el tercer período en el año seiscientos dieciocho, fecha que cabalmente concuerda con el cometa pavoroso de la Sibila, y quizás de Plinio, que asomó a Occidente dos generaciones antes del reinado de Ciro. La cuarta venida, cuarenta y cuatro años antes del nacimiento de Cristo, es la más descollante y esplendorosa. Tras la muerte de César, un astro cabelludo y centelleante embargó a Roma y a las naciones mientras estaba el joven Octavio ostentando los juegos en obsequio de Venus, y de su tío. La religiosidad del estadista fomentó y consagró la opinión vulgar de que se llevaba por el cielo el alma del dictador, al paso que su entrañable superstición refería el cometa a la gloria de su propio reinado. Ya se colocó la quinta visita en el año quinto de Justiniano, que corresponde al quinientos treinta y uno de la era cristiana; y es del caso recordar que en ambos trances el cometa llevó el acompañamiento de una palidez peregrina en el sol, con más o menos inmediación. Las crónicas de Europa y de la China mencionan su sexta venida en el año mil ciento seis; y en el sumo acaloramiento de las Cruzadas; cristianos y mahometanos eran árbitros de soñar con igual fundamento que estaba anunciando el exterminio de los infieles. El séptimo fenómeno, de mil seiscientos ochenta, asomó en un siglo ilustrado; la filosofía de Bayle aventó una vulgaridad que la musa de Milton acababa de engalanar: “que el cometa sacude guerras y pestes de su cabellera desgreñada”. Flamstead y Cassini estuvieron deslindando su carrera por los espacios con extremada maestría, y la ciencia matemática de Bernoulli, Newton y Halley desentrañaron las leyes de sus giros. Quizás los astrónomos de alguna capital venidera de Siberia o de los páramos de América comprobarán sus cálculos en el octavo período del año dos mil trescientos cincuenta y cinco”.

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