En el capítulo 19, llamado “Al final del túnel” de la novela de Arthur
C. Clarke que hemos recordado en entradas anteriores, se describe una expedición
a las supuestas cavernas del interior del núcleo del cometa Halley. La aventura
combina espelología y misterio, con vestigios de vida…
“Los primeros vuelos de circunvalación del cometa, realizados en 1986,
habían sugerido que era considerablemente menos denso que el agua, lo que sólo
podía significar, o que estaba constituido por un material muy poroso, o que
estaba acribillado por cavidades. Ambas explicaciones resultaron ser correctas.
Al principio, el siempre precavido capitán Smith prohibió de manera
rotunda toda exploración de cuevas; pero al final se ablandó cuando el doctor
Pendrill le recordó que su ayudante principal, el doctor Chant, era un
espeleólogo experimentado; de hecho, ésta era una de las razones precisas por
las que había sido elegido para la misión.
—Los derrumbes son imposibles con esta gravedad tan baja —le había dicho
Pendrill al renuente capitán—, así que no existe peligro de quedar atrapado.
—¿Y no podrían
perderse?
—Chant tomaría esa sugerencia como un insulto a su profesionalidad. Se
ha adentrado veinte kilómetros en la
Cueva del Mamut. De todos modos, llevará consigo una línea de
guía.
—¿Y con respecto
a las comunicaciones?
—La línea tiene fibra óptica en su interior. Y la radio del traje
probablemente funcionará la mayor parte del trayecto.
—Hmm... ¿Dónde
quiere entrar?
—El mejor sitio es ese geiser extinguido, en la base del Etna Júnior.
Está muerto desde hace mil años, por lo menos.
—Así que supongo que permanecerá tranquilo durante otro par de días.
Muy bien. ¿Alguien más quiere ir?
—Cliff Greenberg se ha ofrecido como voluntario. Hizo muchas
exploraciones de cuevas submarinas, en las Bahamas.
—Yo lo intenté una vez... y fue suficiente. Dígale a Cliff que él es
demasiado valioso, así que puede entrar hasta una profundidad tal que le
permita seguir viendo la entrada... y no más allá. Y si pierde contacto con Chant,
no debe ir en su busca sin mi autorización. «Que yo sería muy reacio a dar»
—añadió el capitán para sus adentros.
El doctor Chant conocía todas las bromas relativas a que los
espeleólogos querían regresar al útero, y estaba seguro de poder refutarlas.
—Ése tiene que ser un sitio condenadamente ruidoso, con todos esos
porrazos y topetazos y gorgoteos —solía decir—. Yo adoro
las cavernas porque son pacíficas e intemporales. Uno sabe que nada ha cambiado
en cien mil años, salvo que las estalactitas se han vuelto un poco más gruesas.
Pero ahora, mientras flotaba y descendía cada vez más hacia las
profundidades del Halley, y a medida que iba desenrollando el hilo delgado pero
irrompible que lo unía a Clifford Greenberg, se dio cuenta de que eso ya no era
una verdad absoluta. Hasta el momento carecía de pruebas científicas, pero su
instinto de geólogo le decía que este mundo subterráneo había nacido apenas
ayer, en la escala cronológica del Universo. Era más reciente que algunas de
las ciudades creadas por el hombre.
El túnel a través del cual planeaba dando saltos largos y poco
profundos tenía unos cuatro metros de diámetro, y la casi total carencia de
peso le traía intensos recuerdos del buceo en cavernas de la Tierra. La poca
gravedad contribuía a la ilusión; la sensación exacta era la de estar llevando
un peso ligeramente excesivo y, por eso seguía derivando con suavidad hacia el
fondo. Sólo la falta de toda resistencia le hacía recordar que se estaba
desplazando a través del vacío, no del agua.
—Estás empezando a desaparecer de mi campo visual —dijo Greenberg, que
se encontraba a cincuenta metros de la entrada—. El enlace radial sigue muy
bien. ¿Cómo es el paisaje?
—Es muy difícil decirlo. No puedo identificar las formaciones, así que
carezco del vocabulario para describirlas. No es una clase común de roca: se
desmenuza cuando la toco. Siento como si estuviera explorando un gigantesco
queso gruyere...
—¿Quieres decir
que es sustancia orgánica?
—Sí. Nada que ver con la vida, por supuesto... pero sí la perfecta
materia prima para ella. Hay toda clase de hidrocarburos; los químicos estarán
entretenidos con estas muestras. ¿Todavía puedes verme?
—Sólo el brillo
de tu linterna, y se está desvaneciendo con rapidez.
—Ah, aquí hay roca genuina, que no parece pertenecer a este
ambiente... Es probable que sea una intrusión. Ah... ¡he encontrado oro!
—¡Estás
bromeando!
—Engañó a mucha gente, en el viejo Oeste. Es pirita de hierro. Es
común en los satélites exteriores, desde luego, pero no
me preguntes qué está haciendo aquí...
—Contacto visual
perdido. Te has adentrado doscientos metros.
—Estoy pasando a través de un estrato distinto... Parece ser detrito
meteorítico. Algo emocionante debió ocurrir en aquel entonces... Espero que lo
podamos datar. ¡Uaahh!
—¡No me des estos
sustos!
—Lo siento. Me ha dejado casi sin aliento. Hay una gran cámara
adelante... Es lo último que pensaba encontrar. El Halley está lleno de
sorpresas; hay estalactitas y estalagmitas.
—¿Qué tiene eso de
sorprendente?
—No hay agua libre, no hay piedra caliza, claro está, y con tan poca
gravedad... Parece como si fuera alguna especie de cera. Un momento, nada más,
mientras obtengo un buen plano en videograbación. Veo formas fantásticas... la
clase de formas que produce una vela al derretirse. Es extraño...
—¿Y ahora qué
ocurre?
La voz del doctor Chant había experimentado una súbita alteración en
el tono, que Greenberg, percibió al instante.
—Algunas de las columnas han sido rotas. Están esparcidas por el
suelo. Es como si...
—¡Sigue!
—... como si
algo hubiera tropezado con ellas.
—Eso es una
locura. ¿Puede haberlas arrancado un terremoto?
—No hay terremotos aquí, sólo microseísmos causados por los géiseres.
A lo mejor ha habido un gran escape de vapor en algún momento. Sea como fuere,
ocurrió hace siglos. Sobre las columnas caídas hay una película de esta
sustancia cerosa, una capa de varios milímetros de espesor”
(…)
“—¿Alguna vez has visto una de esas antiguas películas como La
guerra de las galaxias? —le preguntó a Greenberg.
—Por supuesto;
media docena de veces.
—Bueno, ya sé qué es lo que me preocupaba. En ésa había una secuencia
en la que la astronave de Luke cae en picado sobre un asteroide... y se
encuentra con un gigantesco ser con forma de serpiente que acecha dentro de las
cavernas de ese asteroide.
—No era la cosmonave de Luke, sino el Halcón Milenario de Han
Solo. Y siempre me he preguntado cómo se las arreglaba esa pobre bestia para
proveerse el sustento. Tiene que haber padecido mucha hambre esperando el
bocado exquisito que le cayera del espacio. Y la princesa Leia no habría sido
más que un entremés, de todos modos.
—Para lo que, sin duda, no pretendo servir —dijo el doctor Chant, ya
del todo relajado—. Aunque hubiera vida aquí —lo que sería maravilloso—, la
cadena alimentaria sería muy corta. Por eso me sorprendería encontrar algo que
fuese más grande que un ratón o más factible que un hongo... Ahora veamos hacia
dónde vamos desde aquí... Hay dos salidas al otro lado de la cámara. La de la
derecha es más grande. Iré por ese lado...
—¿Cuánta línea
te queda?
—Oh, más de medio kilómetro. Allá vamos. Estoy en medio de la
cámara... Maldición, he rebotado contra la pared. Ahora tengo un punto para
asirme... meto la cabeza primero. Paredes suaves, roca auténtica para romper la
monotonía... Es una lástima...
—¿Cuál es el
problema?
—No puedo ir más allá... hay más estalactitas... demasiado juntas para
que pueda pasar entre ellas... y demasiado gruesas para romperlas sin
explosivos. Y eso sería una pena... los colores son hermosos. Son los primeros
verdes y azules que veo en el Halley. Un minuto, nada más, mientras las
videograbo...
El doctor Chant se afianzó contra la pared del estrecho túnel, y
enfocó la cámara. Con los dedos enguantados palpó en busca del interruptor de
alta intensidad, pero se equivocó y apagó por completo las luces principales.
«Diseño inmundo
—masculló—. Es la tercera vez que me pasa esto. »
No corrigió de inmediato su error porque siempre le habían encantado
ese silencio y esa oscuridad total que únicamente se pueden experimentar en las
cuevas más profundas, tos suaves ruidos de fondo de su equipo de mantenimiento
de vida impedían que el silencio fuera absoluto pero, por lo menos...
¿Qué era eso? Desde más allá de la empalizada de estalactitas
que bloqueaba cualquier avance ulterior, Chant pudo distinguir un brillo tenue,
como la primera luz del alba. A medida que sus ojos se adaptaban a la
oscuridad, el brillo pareció aumentar de intensidad y el geólogo pudo discernir
un matiz verde.
—¿Qué pasa?
—preguntó Greenberg, angustiado.
—Nada. Sólo
estoy observando.
Y pensando, pudo
haber agregado. Había cuatro explicaciones posibles.
Tal vez la luz solar se estuviera filtrando a través de algún conducto
natural de hielo, cristal o lo que fuese. Pero, ¿a esta profundidad? No era muy
probable...
¿Radiactividad? Chant no se había molestado en llevar un contador;
para todos los fines prácticos, allí no había elementos pesados. Pero valdría
la pena volver para verificarlo.
Podría tratarse de algún material fosforescente; ésa era la
posibilidad a la que concedía mayor peso. Pero había una cuarta... la más improbable y también la más emocionante de todas”.
(…)
“¿Sería posible que organismos bioluminiscentes similares se hubieran
desarrollado allí, en el corazón del cometa Halley? A Chant le encantaría
creerlo. Sería lamentable tener que destruir algo tan exquisito como esa obra
de arte de la Naturaleza
—con ese fulgor detrás de ella, la barrera ahora le recordaba el retablo que
una vez vio en alguna catedral— pero tendría que volver con explosivos.
Mientras tanto, estaba el otro corredor...
—No puedo seguir adelante en esta dirección —le dijo a Greenberg—, así
que intentaré ir por la otra. Regresaré a la bifurcación. Voy a rebobinar el
carrete. —No mencionó el fulgor misterioso, que se desvaneció no bien hubo
encendido sus luces otra vez.
Greenberg no respondió en el acto, lo que no era usual; probablemente
estaba hablando con la nave. Chant no se preocupó; repetiría su mensaje tan
pronto como se hubiera vuelto a poner en marcha. Tampoco se molestó, porque
hubo un breve acuso de recibo por parte de Greenberg.
—Bien, Cliff, por un instante, creí que te había perdido. Regreso a la
cámara... ahora entraré en el otro túnel. Ojalá no haya nada que lo bloquee.
Esta vez,
Greenberg respondió enseguida.
—Lo lamento, Bill. Regresa a la nave. Hay una emergencia... No, no
aquí; todo marcha bien en la
Universe. Pero puede ser que tengamos que volver a la Tierra de inmediato.
El doctor Chant tardó pocas semanas en encontrar una explicación muy
plausible para las columnas rotas: cuando el cometa despedía con violencia su
sustancia hacia el espacio, en cada pasaje perihélico, la distribución de su
masa se alteraba de manera continua. Y de esta forma, en intervalos de mil
años, su rotación se volvía inestable, y eso variaba la dirección de su eje de
modo bastante violento, como si se tratara de un trompo que está a punto de
caer cuando pierde impulso.
Cuando eso ocurría, el movimiento telúrico que se producía en el
cometa podía alcanzar un respetable 5 en la escala de Richter.
Pero Chant nunca resolvió el misterio del fulgor luminoso. Aunque el
problema pronto quedó eclipsado por el drama que se estaba desarrollando, la
sensación de haber perdido la oportunidad de resolverlo seguiría acosando al
científico durante el resto de su vida.
Y si bien en varias ocasiones se sintió tentado de hacerlo, nunca
mencionó el problema a ninguno de sus colegas. Lo que hizo fue dejar una nota
para la próxima expedición. El sobre estaba lacrado, y tendría que ser abierto
en 2133”.
Aquí concluye la trama cometaria de 2061 y la acción se desplaza a Júpiter
(que en la segunda parte de la tetralogía, 2010, fue transformado en la estrella
Lucifer por una inteligencia extraterrestre).
La edición es la de Emecé, Bs.As., 1987, en la excelente traducción de
Daniel Yagolkowski.