La tercera parte
de la tetralogía de Arthur C. Clarke “Odisea en el Espacio” (“2061. Odisea
Tres”) es la gran novela cometaria de la ciencia ficción del siglo XX. La
novela comienza con el protagonista de “2010. Odisea dos”, Heywood Floyd, con
más de 100 años de edad, viviendo en un hospital que orbita la Tierra , para poder
recuperarse de las múltiples lesiones de un accidente (algo tan prosaico como
caerse de un segundo piso, luego de
haber sobrevivido a la implosión de Júpiter provocada por una civilización
alienígena que lo transformó en el segundo sol de nuestro sistema planetario,
mientras huía a bordo de la nave Leonov en 2010).
Una compañía
privada china decide realizar un viaje hasta el cometa Halley, a punto de
retornar en su paso sucesivo al de 1986. El objetivo es ambicioso: caminar
sobre su núcleo.
Así es como el
protagonista describe la primera observación del Halley desde la órbita
terrestre, con la precisión de un astrónomo amateur:
“Unos diez minutos antes del comienzo de su noche artificial, Heywood
apagaba todas las luces de cabina, —incluso la luz roja de emergencia—, a fin
de poder adaptarse por completo a la oscuridad. Si bien un poco tarde en la
vida de un ingeniero espacial, había aprendido a gozar de los placeres de
practicar la astronomía a simple vista, y ahora podía identificar prácticamente
cualquier constelación, aun cuando sólo alcanzaba a ver una pequeña parte de
ella.
Casi todas las
«noches» de ese mes de mayo, mientras el cometa estaba pasando por el interior
de la órbita de Marte, Floyd verificaba su posición en las cartas estelares.
Aunque era un objeto fácil de localizar con unos buenos prismáticos, él se
había resistido con terquedad a utilizarlos, pues estaba practicando un pequeño
juego: ver hasta qué punto sus envejecidos ojos respondían al desafío. Si bien
dos astrónomos de Mauna Kea afirmaban haber observado ya el cometa a simple
vista, nadie les creía, y aseveraciones similares, hechas por otros residentes del
Pasteur, habían sido recibidas con un escepticismo todavía mayor.
Pero para esa noche,
se predecía una magnitud de seis, así que Heywood podría estar de suerte. Trazó
la línea que iba de Gamma a Épsilon, y fijó la mirada en dirección al vértice
superior de un triángulo equilátero imaginario, apoyado sobre aquella línea,
casi como si, merced a un mero esfuerzo de voluntad, pudiera enfocar la vista a
través del Sistema Solar.
¡Y ahí estaba! Tal
como lo había visto por primera vez, setenta y seis años atrás, poco notable,
pero inconfundible. De no haber sabido con exactitud dónde mirar, ni siquiera
lo habría percibido o lo habría descartado, y habría considerado que era alguna
nebulosa lejana.
A simple vista, no
era más que una mancha de bruma, diminuta y perfectamente circular. Por más que
se esforzó, no pudo descubrir vestigio alguno de cola; pero la pequeña flotilla
de sondas que había estado escoltando al cometa durante meses ya había
registrado las primeras erupciones de polvo y gas, las que pronto originarían
una estela refulgente que se extendería entre las estrellas, y apuntaría en
sentido directamente opuesto a la ubicación de su creador, el Sol.
Al igual que el
resto de la gente, Heywood Floyd había observado la transformación del núcleo
frío y oscuro —mejor dicho, casi negro— a medida que penetraba en el Sistema
Solar interior: después de haber estado sometida durante setenta años a
temperaturas incluso inferiores a la de congelación, la compleja mezcla de
agua, amoníaco y otros hielos estaba empezando a derretirse y a burbujear. Una
montaña voladora, de forma y tamaño aproximados a los de la isla de Manhattan,
estaba abriendo el grifo como si fuera un salivazo cósmico, cada cincuenta y
tres horas; a medida que el calor del Sol se filtraba a través de la corteza
aislante, los gases en evaporación hacían que el cometa Halley se comportara
como una olla a presión con fugas: chorros de vapor de agua —mezclado con polvo
y un brebaje de sustancias químicas orgánicas— surgían con violencia de media
docena de cráteres pequeños; el más grande —casi del tamaño de una cancha de
rugby— entraba en erupción de forma regular, alrededor de dos horas después del
amanecer local; tenía un gran parecido con un geiser de la Tierra , y pronto fue
bautizado con el nombre de Old Faithful.
Floyd ya fantaseaba
con estar de pie en el borde de ese cráter, aguardando a que el sol se elevara
sobre el paisaje oscuro y retorcido que él conocía bien, merced a las imágenes
provenientes del espacio”.
La edición es la
de Emecé, Buenos Aires, 1987, en la excelente traducción de Daniel Yagolkowski.
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