lunes, 1 de diciembre de 2014

2061. ODISEA TRES. LA NOVELA COMETARIA DE ARTHUR C. CLARKE.


La tercera parte de la tetralogía de Arthur C. Clarke “Odisea en el Espacio” (“2061. Odisea Tres”) es la gran novela cometaria de la ciencia ficción del siglo XX. La novela comienza con el protagonista de “2010. Odisea dos”, Heywood Floyd, con más de 100 años de edad, viviendo en un hospital que orbita la Tierra, para poder recuperarse de las múltiples lesiones de un accidente (algo tan prosaico como caerse  de un segundo piso, luego de haber sobrevivido a la implosión de Júpiter provocada por una civilización alienígena que lo transformó en el segundo sol de nuestro sistema planetario, mientras huía a bordo de la nave Leonov en 2010).
Una compañía privada china decide realizar un viaje hasta el cometa Halley, a punto de retornar en su paso sucesivo al de 1986. El objetivo es ambicioso: caminar sobre su núcleo.
Así es como el protagonista describe la primera observación del Halley desde la órbita terrestre, con la precisión de un astrónomo amateur:
Unos diez minutos antes del comienzo de su noche artificial, Heywood apagaba todas las luces de cabina, —incluso la luz roja de emergencia—, a fin de poder adaptarse por completo a la oscuridad. Si bien un poco tarde en la vida de un ingeniero espacial, había aprendido a gozar de los placeres de practicar la astronomía a simple vista, y ahora podía identificar prácticamente cualquier constelación, aun cuando sólo alcanzaba a ver una pequeña parte de ella.
Casi todas las «noches» de ese mes de mayo, mientras el cometa estaba pasando por el interior de la órbita de Marte, Floyd verificaba su posición en las cartas estelares. Aunque era un objeto fácil de localizar con unos buenos prismáticos, él se había resistido con terquedad a utilizarlos, pues estaba practicando un pequeño juego: ver hasta qué punto sus envejecidos ojos respondían al desafío. Si bien dos astrónomos de Mauna Kea afirmaban haber observado ya el cometa a simple vista, nadie les creía, y aseveraciones similares, hechas por otros residentes del Pasteur, habían sido recibidas con un escepticismo todavía mayor.
Pero para esa noche, se predecía una magnitud de seis, así que Heywood podría estar de suerte. Trazó la línea que iba de Gamma a Épsilon, y fijó la mirada en dirección al vértice superior de un triángulo equilátero imaginario, apoyado sobre aquella línea, casi como si, merced a un mero esfuerzo de voluntad, pudiera enfocar la vista a través del Sistema Solar.
¡Y ahí estaba! Tal como lo había visto por primera vez, setenta y seis años atrás, poco notable, pero inconfundible. De no haber sabido con exactitud dónde mirar, ni siquiera lo habría percibido o lo habría descartado, y habría considerado que era alguna nebulosa lejana.
A simple vista, no era más que una mancha de bruma, diminuta y perfectamente circular. Por más que se esforzó, no pudo descubrir vestigio alguno de cola; pero la pequeña flotilla de sondas que había estado escoltando al cometa durante meses ya había registrado las primeras erupciones de polvo y gas, las que pronto originarían una estela refulgente que se extendería entre las estrellas, y apuntaría en sentido directamente opuesto a la ubicación de su creador, el Sol.
Al igual que el resto de la gente, Heywood Floyd había observado la transformación del núcleo frío y oscuro —mejor dicho, casi negro— a medida que penetraba en el Sistema Solar interior: después de haber estado sometida durante setenta años a temperaturas incluso inferiores a la de congelación, la compleja mezcla de agua, amoníaco y otros hielos estaba empezando a derretirse y a burbujear. Una montaña voladora, de forma y tamaño aproximados a los de la isla de Manhattan, estaba abriendo el grifo como si fuera un salivazo cósmico, cada cincuenta y tres horas; a medida que el calor del Sol se filtraba a través de la corteza aislante, los gases en evaporación hacían que el cometa Halley se comportara como una olla a presión con fugas: chorros de vapor de agua —mezclado con polvo y un brebaje de sustancias químicas orgánicas— surgían con violencia de media docena de cráteres pequeños; el más grande —casi del tamaño de una cancha de rugby— entraba en erupción de forma regular, alrededor de dos horas después del amanecer local; tenía un gran parecido con un geiser de la Tierra, y pronto fue bautizado con el nombre de Old Faithful.
Floyd ya fantaseaba con estar de pie en el borde de ese cráter, aguardando a que el sol se elevara sobre el paisaje oscuro y retorcido que él conocía bien, merced a las imágenes provenientes del espacio”.


La edición es la de Emecé, Buenos Aires, 1987, en la excelente traducción de Daniel Yagolkowski.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario